Claro que sigue habiendo lucha de clases. Y es mi clase, la de los ricos, la que va ganando.
WARREN BUFFET
Alberto Gómez abandonó como una flecha el nuevo edificio de Constructos. Presentía que algo no iba bien. Habían pasado casi tres horas desde su encuentro con José Ocaña. El veterano gruista, un mastodonte de casi dos metros, se había mostrado demasiado receptivo a darle su firma. “Pero antes necesito coger mis cosas de la cabina”, le había dicho. “Tardaré una hora en subir y otra en bajar”. Como muestra de buena voluntad –y a pesar de las advertencias de su jefe–, Alberto Gómez había confiado en él. Al fin y al cabo, lo que les ofrecían era más que razonable. Los otros dos vejestorios –el contable y la administrativa– habían firmado en el acto y sin rechistar.
Entró en la zona de obras y se colocó bajo la grúa de ochenta metros. Al levantar la vista, sintió un vértigo terrible. Se preguntó cómo un hombre de sesenta y dos años era capaz de subir y bajar esa escalinata de metal dos veces cada día. Y cómo un ser humano podía desempeñar el mismo trabajo durante cuarenta años. ¡La prejubilación debería ser una bendición para él! Sacó el walkie-talkie de su bolsillo:
–¿Cómo va por…? –Separó sin querer el dedo del botón. Volvió a apretarlo–. ¿Cómo va por ahí arriba, señor Ocaña?
–Muy bien, chico. Hace un día cojonudo. Aunque se esperan tormentas para el resto de la semana. Cambio.
–Son casi las dos, señor Ocaña. ¿Podríamos arreglar sus papeles antes del descanso?
–No voy a firmar nada. He trabajado toda mi vida en esta grúa y pienso jubilarme aquí arriba. Cambio.
–¿Cómo dice?
–Digo que pienso jubilarme en esta grúa. Oficialmente estoy en…
–¿Cómo…?
¡¡¡CRJCJRJCRJCRJ!!!
El ruido de las interferencias le obligó a apartar el auricular de su oreja.
–Hasta que yo no diga “cambio”, tú no hablas ¿de acuerdo? Te decía que no voy a firmar ninguna prejubilación. Oficialmente estoy en huelga de hambre. Cambio y corto.
Se quedó plantado unos segundos frente a la grúa. Volvió a mirar hacia arriba y la sensación de vértigo se multiplicó. Fue directo al despacho de Antonio Peláez. El jefe de Constructos escuchó la situación con una extraña sonrisa en la cara.
–Ese hijo-puta de Ocaña no cambiará nunca –respondió, sacudiendo la cabeza–. Cuarenta años saliéndose con la suya. –Se levantó de la silla y se acercó a la ventana, situada a la misma altura que la cabina del gruista. Deslizó los dedos entre dos láminas de la persiana veneciana y siguió hablando mientras miraba a la calle–. En sus buenos tiempos me las preparó de todos los colores. Una vez amotinó a todos los gruistas en este mismo despacho, el muy… Pero ahora ya no tiene camaradas con los que morder la mano que les da de comer. Está solo y ha llegado su hora. –Volvió a su silla, se apoyó sobre la mesa y miró a Alberto Gómez a los ojos–. Hiciste un buen trabajo con las otras dos firmas, chico. No esperaste a que fueran a sus casas y lo consultasen con sus maridos o con sus abogados. Por desgracia, a Ocaña nunca le ha movido el dinero.
–¿Y qué le mueve entonces?
–Eso tendrás que descubrirlo tú. Para eso te contraté, y por eso estoy dispuesto a hacerte un contrato indefinido que ninguna otra empresa podría igualar. Necesito jóvenes ambiciosos como tú, pero tendréis que demostrarme que sois tan competentes como los viejos a los que vais a sustituir. –Se puso en pie y le acompañó hacia la puerta–. Estamos a martes, chico. Esta tarde me voy de viaje y no volveré hasta el viernes. Si para entonces no me has conseguido la firma de Ocaña, tu semana de prueba habrá terminado y no volveremos a vernos. Tu contrato indefinido ya está preparado, chico. Sería una pena tener que hacerlo trizas.
Esa misma tarde, el gruista cortó las comunicaciones por radio: “Si alguien tiene algo que hablar conmigo –sentenció, justo antes de arrojar la batería de su auricular a la zona de obras– que suba y me lo diga a la cara”.
Alberto Gómez llegó a casa de sus padres con un fuerte dolor de estómago. ¿Valía realmente la pena pasar por todo aquello? ¿Por un contrato indefinido en Constructos? Por supuesto que sí. En el máster todos fantaseaban con un trabajo como ése. Y ahora que lo había conseguido, no pensaba dejar que un gruista de mierda se lo arruinara. No volvería a mostrarse débil frente a Ocaña. Si ese dinosaurio pensaba que podía torearle, se equivocaba de cabo a rabo.
A la mañana siguiente se presentó en el trabajo a las seis en punto. Dos enormes nubarrones planeaban por encima de la grúa y del edificio recién terminado. “La lluvia podría jugar a mi favor”, pensó Alberto Gómez, pero al instante recapacitó: “¿Y qué coño le importa una tormenta a una persona en huelga de hambre?”. A él tampoco le preocupaban las inclemencias del tiempo. Había ideado un plan durante la noche, y ahora tocaba ponerlo en práctica. Encendió la grabadora de su móvil y se guardó el dispositivo en el bolsillo de la americana. Abrió su paraguas, se apoyó en la escalinata de la grúa y se dispuso a esperar la llegada de Ocaña.
Pasaron cuarenta minutos sin un solo movimiento. “¡Mis sospechas eran ciertas!”, se dijo. De pronto tuvo un extraño pensamiento: había sobreestimado a su adversario. Se sintió decepcionado. “¿Y qué esperabas? ¡Nadie está tan loco como para hacer noche en lo alto de una grúa!”. Se vio con una jarra de cerveza en la mano, brindando con sus excompañeros del máster en el encuentro anual del viernes. Alberto Gómez, el veterano de la clase iba a dar una lección a todos esos críos. ¡Por mi contrato indefinido en Constructos! Un enfrentamiento directo con el gruista haría que la anécdota fuera todavía más jugosa. Si Ocaña quería apartarle de la escalinata, tendría que hacerlo por la fuerza, y la prejubilación se convertiría en un despido por agresión.
Un ruido metálico, acompañado de una fuerte vibración, le sacó de sus ensoñaciones. La grúa había empezado a moverse, según comprobó horrorizado. ¡Ocaña había pasado la noche ahí arriba! La pluma giró ciento ochenta grados. La puerta de la cabina se abrió justo encima de su cabeza. Alberto Gómez se apartó a tiempo para esquivar el denso líquido amarillo y la boñiga en forma de croqueta. A continuación, la máquina retornó a su posición original. El joven apagó la grabadora y entró en el edificio hecho una furia.
Se pasó todo el día encerrado en su despacho, viendo caer la lluvia con un nudo en el estómago. Lo bueno del vértigo es que sólo se presenta en situaciones muy concretas que uno puede evitar fácilmente. Pero la sensación de estar en el paro es un vértigo permanente que te acompaña a todas horas.
Alberto Gómez se encontraba en un callejón sin salida. Si se mantenía firme, confiando en que Ocaña flaqueara, corría el riesgo de que éste aguantara hasta el viernes. La otra opción, subir personalmente a la grúa e intentar razonar con él, era superior a sus fuerzas. Tenía que conseguir un cebo para que Ocaña descendiera por su propio pie. ¿Pero cuál?
No bajó a comer a la cantina. Sacó el táper de macarrones con chorizo de su padre y, mientras los engullía sin calentarlos, recibió tres WhatsApp de su madre:
¿Aún sique ahí arriba, hijo?
Supongo que sí, porque no me has escrito en toda la mañana…
He tenido una idea
¿Por qué no llamas a su mujer?
¡El cebo! Bajó corriendo a la planta cero. Julia, la vieja administrativa, estaba entrenando a su sustituta. Alberto Gómez le pidió que buscara el expediente de José Ocaña.
–No quiere firmar la prejubilación, ¿verdad?
–Estamos negociando –contestó el joven, molesto por la intromisión.
–Igual yo tampoco debería haber firmado –dijo Julia, desafiante.
–Pero ya lo has hecho –respondió Alberto Gómez con sequedad–. Y ahora dame su expediente.
Julia sacó el dosier del gruista y lo dejó caer con fuerza sobre el mostrador. Junto a una foto de carnet antiquísima, había dos números de contacto escritos a bolígrafo: “Casa” y “Pedro Ocaña”. Alberto Gómez los apuntó y volvió a su despacho.
Marcó varias veces el número de casa. No obtuvo respuesta. El otro teléfono llevaba el prefijo +1 de Estados Unidos. Alberto Gómez temió que no diera señal…
–¿Diga?
–Hola, es usted… ¿familiar de José Ocaña?
–Soy su hijo. ¿Quién llama?
–Soy Alberto Gómez, encargado del área de recursos humanos de Constructos. He intentado contactar con su madre, pero no está en casa.
–Mi madre murió el año pasado. ¿Qué ha hecho mi padre esta vez?
–Bueno, preferiría hablarlo con usted personalmente. ¿Podría pasarse por aquí esta tarde?
–Va a ser imposible. Vivo en Nueva York. Pero en dos semanas viajaré a Europa por negocios.
Alberto Gómez titubeó unos segundos. Finalmente respondió:
–De acuerdo, señor Ocaña, no se preocupe. En realidad, el asunto no corre prisa. Se trata solamente de una oferta que el señor Peláez ha hecho a sus empleados más vetearnos de Constructos. Es una prejubilación sumamente beneficiosa para ellos. Los demás han firmado encantados, pero su padre… bueno, digamos que se muestra reticente…
–Eres nuevo en la empresa, ¿verdad? –le interrumpió Pedro Ocaña–. Mi padre no va a aceptar nada que venga de Peláez. Para él sería traicionar sus ideales. Hincar la rodilla frente al patrón, ya sabes.
–Pero si…
–Déjame terminar, chico. Trabajo para el mayor fondo buitre de Estados Unidos, así que no soy precisamente un comunista convencido. Pero resulta que mi padre sí lo es. No tenemos una relación precisamente idílica; las pocas veces que hablamos, lo hacemos a gritos y acabamos discutiendo. Aun así, me preocupo por él, y no quiero que se siga jugando la vida todos los días en esa puta grúa. Yo mismo le he ofrecido un plan de jubilación privado, y te aseguro que no es el dinero lo que le mueve. De todas formas, mi abogado estudiará vuestra propuesta. Toma nota de mi email y mándame una copia. Mi padre y yo coincidimos al menos en una cosa: no nos fiamos de Peláez. Buenas tardes. Tengo que volver al trabajo.
Cuando colgó el teléfono, Alberto Gómez sintió un enorme vacío en el estómago. Estaba a punto de perder la oportunidad de su vida. Pensó que su situación no podría empeorar, pero se equivocaba.
Escuchó ruido en la calle y se asomó a la ventana. Junto a la zona de obras había un tráiler con el logotipo del Canal EN LA FLOR DE LA VIDA. No esperó al ascensor: bajó corriendo por las escaleras. Puri Giménez, la reportera más longeva de la televisión, estaba entrevistando a Julia, la administrativa. Dos jóvenes ayudantes de cámara sujetaban sendos paraguas. Alberto Gómez no tuvo tiempo de detenerse a ver qué decían. Había otro equipo del canal junto a la zona de obras. Se dirigió hacia allí a toda velocidad. Pichi Montero, el famoso escalador reconvertido a entrevistador, estaba a punto de encaramarse a la grúa. Iba vestido con ropa de montaña impermeable y un casco con una cámara GoPro. Llevaba una garrafa de agua enganchada a la cintura con un arnés.
–No pretenderá subir ahí arriba, ¿verdad? –le preguntó Alberto Gómez, cortándole el paso. Le colocaron un paraguas sobre la cabeza y un micro en la cara.
–¿Con quién tengo el gusto de hablar? –El montañero le miró como si el intruso fuera él.
–Soy Alberto Gómez, encargado del área de recursos humanos de Constructos.
–Mucho gusto, Alberto. Efectivamente, voy a subir a entrevistar al gruista.
–No tiene autorización.
–¿Necesito tu autorización?
–La mía no. La de Ocaña.
–Subiré a preguntarle. Si no quiere hablar conmigo, volveré a bajar. Me vendrá bien un poco de ejercicio. –Se colocó la capucha, guiñó un ojo al cámara que tenían enfrente y se agarró a la escalinata.
Alberto Gómez decidió alejarse de la zona de obras. No pintaba nada allí y no quería volver a hacer el ridículo en televisión. Entró en el primer bar que encontró y pidió una tila. Mientras se la preparaban, un parroquiano pidió al camarero que pusiera “el canal de los viejos”. Pichi Montero estaba llegando a lo alto de la cabina. La imagen desde su GoPro era impresionante. A pesar de la lluvia, se distinguía perfectamente la silueta de los edificios de oficinas de la zona. Mientras avanzaba, el escalador recordaba a sus espectadores que el hombre al que estaba a punto de entrevistar tardaba una hora en subir y otra en bajar por esa escalinata. José Ocaña le esperaba con medio cuerpo fuera de la cabina. Le estrechó la mano y se perdieron en el interior.
Alberto Gómez aguantó solamente cinco minutos de entrevista. José Ocaña acababa de lanzar una soflama en favor de la clase obrera y en contra de “los patrones explotadores” y de “los parásitos de recursos humanos, vendedores de humo que no producen absolutamente nada”. Un rótulo sumamente tendencioso rezaba: “Gruista de 62 años, en huelga de hambre para proteger sus derechos”.
Llegó derrotado a su casa. Lo único que quería era meterse en la cama y desaparecer. Desgraciadamente para él, su madre había visto la entrevista y quería compartir su opinión al respecto.
–Tu jefe es un sinvergüenza –le dijo en cuanto entró por la puerta–. Tienes que dejar ese trabajo.
–Lo tendré que dejar aunque no quiera, mamá. ¿Podemos cambiar de tema?
–¿Tú sabías que había amenazado a Ocaña con mandarlo a trabajar fuera de Madrid si no firmaba esa prejubilación? ¡Un pobre viudo de 62 años!
–Sí… bueno, no…
–¿Lo sabías o no?
–¡No me dio todos los detalles, mamá! Mi trabajo era… convencerle para que firmara ese maldito papel. ¡Era un buen trato para todos!
Alberto Gómez no fue a trabajar el jueves. El vértigo había derivado en agorafobia. No tenía fuerzas para enfrentarse a las cámaras que habían brotado como setas alrededor de la grúa. Todas las cadenas de televisión nacionales se habían hecho eco de la noticia, y Pichi Montero había concedido cuatro entrevistas a lo largo del día.
El viernes, su madre le obligó a salir de la cama. Le despertó a las siete y le dijo: “Hijo, debes hacer frente a esta situación. Preséntate en el despacho de tu jefe y dile de mi parte que no quieres trabajar para un sinvergüenza. Luego le pides perdón a Ocaña y te vuelves para casa”.
Alberto Gómez se tomó un café rápido y salió a la calle temblando de miedo. Seguía lloviendo. De camino al metro, encendió su móvil del trabajo y vio diez llamadas de Peláez. Prefirió hablar con él en persona.
La zona de obras seguía tan animada como el día anterior. Intentó pasar desapercibido y entrar directamente en el edificio. Pero un reportero de Antena 7 le interceptó.
–Tú eres el becario de recursos humanos, ¿verdad?
–No, sólo soy un administrativo.
Siguió caminando, pero el reportero insistió.
–No me mientas, chico. Te vi por la tele. Acompáñame. José Ocaña ha bajado de la grúa y quiere hablar contigo.
Alberto Gómez se dejó arrastrar sin oponer resistencia. Por no sentir, ya no sentía ni vértigo. ¡Ni siquiera le importaba volver a hacer el ridículo por televisión! ¡Que España entera supiera la injusticia que se había cometido contra él! El reportero de Antena 7 lo llevó hasta la zona de obras, escoltándolo entre micrófonos y teléfonos móviles. Acto seguido, lo arrojó contra Ocaña como los romanos hacían con sus gladiadores.
La huelga de hambre no había debilitado al gruista, sino todo lo contrario. Se colocó al lado de Alberto Gómez y le agarró con fuerza del hombro. Se le veía en su salsa frente a tantas cámaras de televisión, como si fuera su pan de cada día. Mirando Puri Giménez, la reportera de EN LA FLOR DE LA VIDA, dijo:
–Tres días sin alimentar a ésta dan para mucho. –Se golpeó la barriga y hubo algunas risas entre los periodistas–. Cuando empecé la huelga, pensaba que este joven de aquí, con su pinta de lechuguino, era parte de los de arriba. –Más risas –. Pero me equivocaba. Está tan jodido y tan explotado como yo. La clase obrera que yo conocí ya no existe. Ahora también hay jóvenes con traje y másteres universitarios entre nuestras filas. ¡Bienvenido, compañero! –Le apretó del hombro con más fuerza y le atrajo hacia sí–. Y, como prueba de buena voluntad, he firmado mi prejubilación.
Alberto Gómez sujetó los papeles entre sus manos. La sensación de vértigo volvió a instalarse en su estómago. ¡Su ansiado contrato indefinido! Miró al hombre al que tantas veces le había deseado la muerte en los últimos días. Le recordó a Buda, con su sonrisa bondadosa y su enorme barriga. Vio también las caras de todos los periodistas, esperando a que hiciera o dijera algo.
–Esta prejubilación es una basura, Ocaña –dijo mientras hacía trizas el contrato–. Tiene que hablar con un abogado y negociar unas condiciones mucho mejores.