
En Oídos sordos (primera entrega de mi trilogía Artistas humillados) cuento las peripecias de Henry, un joven escritor dispuesto a TODO con tal de que alguien lea su nuevo relato. Obviamente se trata de una alegoría con toques esperpénticos. Imagino que ningún escritor habrá caído tan bajo en su afán por ser leído… ¿o quizás sí? En cualquier caso, estoy seguro de que muchos os sentís identificados con la sensación de humillación de mi protagonista. En este artículo, empezaré analizando el proceso por el cual Henry se convirtió en uno de los Humillados profesionales. Para terminar, le daré algunos consejos que le ayudarán a salir del pozo en el que se ha metido.
Escribo sólo para mí
Henry empezó escribiendo para sí mismo. Utilizaba siempre la primera persona y no se despegaba ni un milímetro de su propia biografía. Escribía sobre sus viajes y sobre sus relaciones (reales o platónicas) con mujeres. Reflexionaba sobre la sociedad y las personas que le rodeaban, criticándolas duramente. Opinaba que “escribir para ti mismo te da mucha más libertad”. Defendía que lo que escribía era “demasiado íntimo como para que lo leyeran otros”.
Henry se engañaba a sí mismo, como muchos de nosotros cuando empezamos. El cuidado de la forma, la argumentación y las explicaciones adicionales estaban ya presentes en sus primeros escritos. Hacía un esfuerzo por dejar claro lo que quería decir, por hacerse entender. Tenía una clara voluntad de estilo. No se conformaba, en resumen, con escribir un aburrido diario.
Henry no escribía para sí mismo por pudor, sino por miedo a las críticas. Descubrió esto cuando empezó a compartir sus escritos con sus amigos más cercanos. Ya no le preocupaba exponer sus sentimientos más íntimos, sino que los relatos no fueran tan buenos como pensaba. No tardó en comprender que las críticas negativas eran el menor de sus problemas.
Luego lo leo, cuando tenga un rato
Al principio, Henry pensó que sus amigos estarían encantados de leer sus escritos. Al fin y al cabo, ¿quién no dispone de diez minutos para ayudar a un amigo? En cuanto terminaba un relato, lo enviaba por email a casi todos sus contactos. Soñaba con respuestas largas, feedbacks de varios párrafos que le servirían para crecer como escritor. Pero cada mañana revisaba su correo y se enfrentaba a LA NADA.
Lo que más le dolía era el silencio de quienes pregonaban su pasión por la lectura y la escritura (no tardaría en descubrir que la mayoría no hacían ni una cosa ni la otra). Durante un tiempo, se refugió en la famosa ley de Stanislaw Lem: “Nadie lee nada; los pocos que leen, no comprenden nada; a los pocos que entienden, se les olvida enseguida”. Volvió a encerrarse en sí mismo. ¡Si sus amigos no querían leerle, era su problema!
Pronto empezó a sentirse solo, así que decidió darles otra oportunidad. Pensó que la mejor manera de que lo leyeran sería montar un blog. Un documento Word adjunto a un correo resultaba poco atractivo, pero ¿y si incluía una foto y un fragmento con gancho? ¿Y si enviaba a sus amigos un link para que sólo tuvieran que hacer click?
Llegaron las primeras respuestas, pero no eran del tipo que Henry había esperado. ¿La más frecuente de todas? Luego lo leo, cuando tenga un rato. ¿Por qué no le escribían después de haberlo leído? ¿Qué necesidad psicológica tenían en prometer algo que luego no iban a hacer? ¿Lo hacían sólo por quedar bien o había algo más? ¿Quizás una voluntad deliberada de humillarle?
Desesperado, Henry entró en una espiral de humillación y autodesprecio. Ya no temía a las críticas negativas (¡habría matado por una de esas!), sino al silencio. Sin darse cuenta, estaba cavando su tumba como escritor.
Consejos para Henry
Lo primero que le diría a Henry es que deje de humillarse. El fin casi nunca justifica los medios, ¿y quién ha dicho que el fin de un escritor sea que sus amigos lo lean?
Lo segundo, le haría saber que no está solo. Mi experiencia personal guarda muchas similitudes con la suya. Yo también he oscilado como un péndulo entre el desprecio por mis lectores (¡¿y qué sabrán ellos de literatura?!) y la humillación y el autodesprecio (¡por favor, leed mi nuevo relato!). Es un equilibro amor-odio sumamente inestable. Con cada nuevo relato, exiges al lector-amigo una prueba inmediata de su fidelidad, sin comprender hasta qué punto esto resulta agobiante también para él. La virtud, como dijo Aristóteles, está en el término medio (en este caso, en la parte baja del péndulo)
También le aconsejaría a Henry que tenga paciencia. En este blog me tengo que enfrentar cada día a la indiferencia de mis lectores-amigos. La respuesta que más recibo, después del silencio, es sin duda el luego lo leo, cuando tenga un rato. Sin embargo, también me he llevado algunas gratas sorpresas. Gente que no leía disfruta ahora con mis relatos. De vez en cuando me encuentro con un mensaje maravilloso: Ya lo he leído, cuando quieras lo comentamos. El primer comentario de este blog no provino de un amigo, sino de un completo desconocido.
Es muy importante que las críticas broten solas. Presionar a tus amigos para que te lean no es un buen método. Facilitarles el acceso a tu lectura y dejarles su tiempo sí lo es. En última instancia no se trata de la cantidad, sino la calidad. Vale más un feedback elaborado y sincero que cien perezosos likes por compromiso. Las críticas del tipo “me ha gustado” (sobre todo si vienen de tus amigos) sólo sirven para alimentar tu ego, y deben ser tomadas con pinzas. La clave es encontrar unos pocos lectores fieles en cuyo criterio confíes.
Para terminar, le diría a Henry que mejore su autoestima. Si sigue mendigando críticas de sus amigos, se enfrenta a dos graves peligros. El primero, que nadie lo lea y termine abandonando la escritura. El segundo, que acabe aceptando acríticamente cualquier crítica, venga de donde venga.
Y es que, como dijo el pensador anarquista Mijaíl Bakunin: “Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para esta o la otra ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio; los escucho libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter, su saber, pero me reservo mi derecho incontestable de crítica y de control”. Amén.
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