Lo vi por primera vez mientras fregaba los platos. Llevaba tres días acumulándolos en la pila y se habían quedado resecos. Los grumos de comida no salían por más que frotaba, y para colmo me corté el dedo índice de la mano derecha. No tenía tiritas, así que me lo envolví con papel de cocina. Seguí fregando con la izquierda y con los tres dedos restantes (el índice, al estar estirado, le bloqueaba el acceso al pulgar). Estaba a punto de dejar la tarea para el día siguiente cuando apareció.
Estaba sentado en la encimera, con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo. Era más o menos de mi edad, aunque se conservaba mucho mejor. No tenía arrugas en la cara, ni barba incipiente. Vestía como un adolescente: con zapatillas anchas de skater, pantalón vaquero y sudadera con capucha. Sonreía afablemente y me miraba con una mezcla de curiosidad, diversión y bondad.
No era de carne y hueso, eso lo tuve claro desde un principio. Tampoco era un producto de mi imaginación. Simplemente estaba ahí, igual que el exprimidor y la tostadora, observándome inmóvil y sin decir una palabra.
Cuando terminé con los platos, él seguía en la misma posición. Me dirigí al salón y, al sentarme en el sofá, lo encontré a mi lado. No vi cómo desaparecía de un lugar y aparecía en el otro, pero juraría que no llegó caminando. A la media hora, incapaz de concentrarme en la televisión, me acosté con las persianas totalmente bajadas y la luz apagada. Tardé por lo menos dos horas en dormirme.
A la mañana siguiente ya no estaba. El día en el colegio fue lo bastante intenso como para no pensar demasiado en él. El papeleo, las reuniones con los profesores y con los padres, las quejas del conserje y mis dos horas de pizarra me absorbieron por completo.
De vuelta a casa conecté el manos libres y llamé a Laura. No me contestó, así que le escribí nada más aparcar el coche. Le dije que era solo para saludarla y que esperaba que estuviera bien. Un mensaje ridículo y totalmente innecesario, más propio de un alumno primerizo que del director del colegio. Cogí el ascensor del garaje y, al abrirse las puertas, me di de bruces con él.
Me esperaba a una distancia prudencial. Iba vestido con un conjunto similar al de la noche anterior (solo cambiaba el color de la sudadera), y tenía exactamente la misma expresión. Eché a andar y vino detrás de mí, callado, respetuoso, manteniendo rigurosamente la distancia de un metro.
Se me apareció todos los días de la semana. A veces me acompañaba durante una o dos horas; otras, me visitaba unos minutos y se iba. Su presencia no era invasiva, ni mucho menos agresiva. Jamás alteró la expresión bondadosa de su rostro, ni me sentí juzgado ni violentado por él.
Lo peor venía cuando se iba. Dejaba un vacío que yo llenaba de dudas, de inquietud, de miedo. ¿Se habría ido definitivamente? ¿Cuándo sería su próxima visita? ¿Por qué no lo había visto antes? ¿Se les aparecía también a otras personas?
Necesitaba librarme de él, pero ¿cómo? Se me ocurrió que quizás su presencia iba ligada a mi conducta. Para comprobarlo, decidí realizar una buena acción; algo que, por otra parte, llevaba casi un año pensando en hacer: visitar a mi madre.
Mi madre tiene Alzheimer desde hace tres años. La enfermedad avanzó mucho más rápido que yo con mis fases del duelo. Seguía estancado en la negación más absoluta cuando mis hermanas y mi padre decidieron ingresarla en una residencia. Les apoyé, de palabra y económicamente, pero el asunto me resultaba tan doloroso que no la había visitado ni una sola vez.
Mi decisión, mezquina y egoísta donde las haya, me había enemistado con mis hermanas y con mi padre, que me habían retirado la palabra. También había sido una de las causas, probablemente la principal, de que Laura me dejara. Si había un acto bueno por excelencia, algo que podría librarme de él para siempre, era visitar a mi madre.
Al verla agarrada al brazo de una cuidadora, se me encogió el estómago. Me faltó poco para echarme a llorar. En un año había perdido mucho peso y se le había encanecido el pelo. Caminaba encorvada hacia la izquierda, tirando con fuerza de la cuidadora, intentando recoger las flores que encontraba a su paso.
Anduvimos un rato por el jardín. Era un lugar muy bien cuidado, con bastante vegetación y caminitos de cemento. Me senté con ella en una mesa apartada, para evitar el contacto con otros internos y con las cuidadoras.
No me reconoció. Me pasé los primeros diez minutos intentándolo sin éxito. Le repetía constante y torpemente que era yo, su hijo, y le preguntaba si se acordaba de mí. En un acto de desesperación, saqué una foto antigua de la cartera. La dejó sobre la mesa sin molestarse en mirarla.
Me costaba establecer contacto visual. Mi madre giraba la cabeza y miraba hacia su derecha, como si el sonido viniera de allí. Luego, de pronto, sus ojos se posaban en mí con sorpresa, con susto, con miedo. A veces apretaba los labios y tragaba saliva. Y todo ello sin articular una frase; solo palabras sueltas e inconexas y algún balbuceo ocasional. La situación era demasiado violenta, por lo que decidí dar la visita por terminada. De vuelta a casa, lloré como un bebé.
A la mañana siguiente le escribí un largo mensaje a Laura. Le dije que entendía sus razones para dejarme, y que no la iba a molestar más. Le conté que había visitado a mi madre. Me respondió que “se alegraba muchísimo” y me deseó “buena suerte, de todo corazón”.
Empecé a visitar a mi madre los martes y los jueves. Asumir que ya no me reconocería fue duro, pero al mismo tiempo liberador. Dejé de concentrar mis esfuerzos en intentar que recordara nombres y momentos y me limité a pasar tiempo con ella y a hacerla reír.
Él siguió apareciendo. Lo veía casi todos los días, pero con mayor frecuencia los martes y los jueves. Me visitaba cada vez que perdía la paciencia con mi madre, que no eran pocas: cuando le hablaba y ella miraba hacia otro lado; cuando se empeñaba en levantarse o en desatarme los cordones; cuando le traían la merienda y lo ponía todo perdido; cuando le daba una pastilla y volvía a dejarla sobre la mesa; cuando intentaba comerse las flores del jardín… Eran visitas breves y puntuales, pero no por ello menos incómodas. Lo que más me molestaba eran sus apariciones nocturnas, que me desvelaban por completo.
Una tarde, mientras mi madre y yo merendábamos en el jardín, me fijé en un detalle. Le estaba hablando de mi relación con Laura y dejó de escucharme. Se le perdió la mirada en la silla de al lado, y yo perdí los papeles. Le dije, en un tono demasiado elevado, que prestara atención.
En ese momento apareció. Mi madre lo señaló con el dedo y me dijo: “Mira”. Me quedé helado. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Seguía paralizado cuando mi madre me empezó a acariciar el envés de la mano. Movía su dedo índice en círculos, como cuando yo era un niño. Llevaba años sin acariciarme de esa manera. Sonreía y me miraba de una forma tan atenta que, por un instante, pensé que se había curado. Por supuesto, fue solo una ilusión pasajera. Me tranquilicé, miré de reojo a la silla y vi que él había desaparecido.
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Habían pasado seis meses desde su primera aparición. Como cada año, mi alergia primaveral anticipaba las reuniones de evaluación y el final del curso. A nivel personal, en enero había conocido a María en una página de citas “para solteros exigentes”. No fue un amor a primera vista ni una pasión incontrolable. La relación avanzaba a un paso lento pero firme, y habíamos hablado de vivir juntos después del verano.
Decidí organizar una comida para que María conociera a mi familia. Mi relación con ellos había mejorado, aunque algunas heridas no cicatrizan tan fácilmente. Mejor dicho: no cicatrizan nunca.
Pedimos permiso en la residencia para que dejaran salir a mi madre y la recogí al mediodía. Nos sentamos a comer a las dos. María parecía entenderse bien con ella, aunque se sentó en el otro extremo de la mesa. Con mis hermanas y mi padre la conversación fluía a trompicones, y la tensión soterrada era asfixiante. Estábamos a punto de sacar los postres cuando mi madre derramó mi copa de vino. Rompió la parte de arriba y dejó una mancha en el mantel. Entonces se desató la tormenta.
María se levantó refunfuñando y fue corriendo a la cocina a por un trapo. A la vuelta, mi hermana Remedios le pidió que se tranquilizara un poco, lo cual le enfadó todavía más. María le respondió que, si hubiera prestado atención a mi madre mientras comía, no le habría manchado el mantel nuevo, pero que igual eso era mucho pedir.
Mi madre permanecía sentada, con los brazos quietos sobre el regazo. Aparté su silla de la mesa y le cogí de la mano. Le sangraba un poco el dedo y estaba muy tensa. Mi familia se había puesto a gritar. María me fulminó con la mirada al ver que me apartaba con mi madre. Hay miradas que lo dicen todo.
Dejé a mi madre en el sofá y eché mano del botiquín. Me senté junto a ella, le apoyé la mano sobre una gasa y le eché un poco de alcohol en la herida.
–Tú no tienes la culpa, mamá –le dije.
Se escuchaban los gritos desde el salón. Corté una tirita y se la puse a mi madre en el dedo. Me miró a los ojos, apretó los labios y tragó saliva.
–Tú no tienes la culpa de lo que ha pasado, así que no les hagas caso.
Miró hacia el asiento libre del tresillo. Allí estaba él. Yo no lo veía, pero mi madre sí.
–Va a seguir apareciendo, mamá, a mí también se me aparece todavía.
Le coloqué la mano en la barbilla y atraje su cara hacia mí con suavidad.
–Cada vez que se aparezca, yo estaré aquí para recordarte que tú no tienes la culpa, ¿vale? Te lo seguiré recordando todas las veces que haga falta. Yo sé que en el fondo me entiendes, ¿a que sí? Dame un beso, anda. Así. Te quiero mucho, ¿sabes? Te quiero más que a nadie, mamá. Más que a nadie.