Le grité a mi madre que se calmara un poco y le cerré la puerta en las narices. No quise esperar al ascensor, por si salía a regañarme, así que bajé las escaleras corriendo. Me pegué a la pared del edificio y doblé la calle en la primera esquina, para que no me viera desde la ventana.
Seguí caminando a toda velocidad durante dos manzanas. Al llegar a la tienda de muebles, me tranquilicé y aminoré el paso. Mis miedos estaban totalmente injustificados: mi madre nunca me había regañado en público. De puertas para afuera era una santa, una madre comprensiva y razonable, pero en casa… ¿Por qué se ponía así justamente en mi semana de exámenes? Por su culpa había perdido la tarde de estudio, y todo porque se había despertado de la siesta con ganas de discutir.
Con las prisas y los nervios me metí en los bloques de protección oficial. De normal caminaba en sentido contrario, hacia la estación de Cercanías o hacia la casa de mi abuela. Mi madre me había advertido desde pequeño que no fuera por esa zona, como si yo tuviera algún interés.
Llegué a una plaza rodeada de edificios de ladrillo, con toldos verdes y tendederos. En el medio había un rectángulo de cemento donde los niños jugaban al fútbol. Alrededor, bancos municipales ocupados principalmente por ancianos. Las mujeres gritaban a sus hijos desde las ventanas o hablaban entre sí mientras colgaban la ropa. Solo me había alejado un kilómetro, pero el nivel de ruido había subido varios decibelios.
Uno de los edificios tenía un soportal con algunos comercios. Me dirigí hacia allí sin levantar la vista, tratando de pasar desapercibido. Estaba a punto de salir de la plaza cuando me cogió del brazo una mujer morena que debía de pesar cien kilos. Llevaba el moño alto, muy apretado, e vestida con una bata rosa y zapatillas de andar por casa.
–Cariño, ¿me podrías comprar algo de comida?
El bebé que sostenía sobre el antebrazo empezó a berrear. Su hermana de dos años se acercó a hacerle de rabiar. La madre la agarró de la muñeca e hizo algo que mi madre jamás ha hecho conmigo: pegarle un azote.
–No llevo nada suelto… encima… –respondí con voz temblorosa–. Lo siento…
–Mis hijas no han comido hoy, mi vida. ¿No podrías comprarles un poco de leche y pan?
–¿Qué quieres? –le pregunté avergonzado–. Igual lo puedo pagar con tarjeta.
–Nada más que leche y pan.
Salí de la panadería con lo que me había pedido y algunas empanadillas.
–Que dios te lo pague, hijo. No eres del barrio, ¿no?
–Sí, vivo unas calles más arriba.
–¿En la torre?
–No, más arriba…
La niña empezó a tirarme de la manga. Había devorado una de las empanadilla y quería otra. Metí la mano en la bolsa y se la di.
–¿Qué se dice, hija? –le preguntó la madre.
–Muchas gracias, guapo.
La niña me sonrió con los ojos muy abiertos, y yo pensé que apuntaba maneras como actriz. Me despedí con una frase torpe y volví sobre mis pasos mucho más tranquilo, como si haber hablado con gente de la plaza me convirtiera en uno más, con el mismo derecho a estar allí que el resto de la gente.
Mi madre se había tranquilizado un poco cuando llegué. Estaba en la cocina, preparando la cena.
–¿Qué tal el paseo? ¿Te has despejado?
–Sí, mamá. Ahora esta noche me pondré a estudiar.
Sacó un huevo frito de la sartén, aceitoso como siempre, y lo puso en el plato.
–Lo he estado pensando, Alberto, y no hace falta que te presentes este año a las Pruebas de Acceso a la Universidad. –Abrió una bolsa de patatas congeladas y la volcó sobre una sartén de aceite hirviendo–. Mejor termina el ciclo, que este parece que sí te gusta.
–Bueno… es un poco más interesante que el otro.
–Vete poniendo la mesa –me interrumpió–. En 10 minutos cenamos.
Por la noche me metí en mi cuarto y me puse a ver vídeos de YouTube. Estaba demasiado alterado para estudiar. Tuve algunas pesadillas delirantes, relacionadas todas ellas con la familia de la plaza.
A la mañana siguiente no podía concentrarme. Seguía pensando en la madre obesa, en la niña con madera de actriz, en el bebé berreando. A las doce me vestí y volví a la plaza.
Me encontré a la familia en el mismo banco. La madre me reconoció en seguida, pero la niña me miró como si no me hubiera visto nunca.
–¿Cómo estás, cariño mío? –me preguntó la madre.
–Bien… venía a comprar el pan… ¿queréis algo?
–Nada más que leche y pan.
Les compré algunos bollos para que desayunaran, pasta, beicon, cebolla y tomate. En cuanto abrí la bolsa, la niña vino corriendo hacia mí.
–¿Me das comida?
Le di una napolitana.
–¿Quieres sentarte, mi vida? –me preguntó la madre.
Acepté el ofrecimiento.
–No sabes lo mal que lo estamos pasando, hijo. –Se inclinó hacia adelante con gran esfuerzo–. Vivimos con mis padres en un piso de cincuenta metros cuadrados. Mis dos chiquillas, mi marido y yo. Estamos esperando una ayuda, pero no llega. Quiero trabajar, ¿sabes? Y mi marido también. Pero no hay trabajo de nada. ¿Tú tienes trabajo, bonito?
–Soy estudiante. Estudio un módulo de laboratorio.
–¡Un científico! A mí me gustaban mucho las ciencias en el colegio.
La niña se acercó a por otra napolitana. Con los brazos pegados al cuerpo, subió los hombros y ladeó la cabeza, mirándome de perfil en un gesto muy teatral.
–No me gusta nada lo que estudio, la verdad –respondí–. No estoy nada motivado, pero no sé cómo decírselo a mi madre…
La mujer me miró con cara de no comprender.
–Bueno –dije levantándome–. Me tengo que ir.
–Adiós, cariño, y que dios te lo pague.
Me fui de la plaza convencido de que no volvería. ¿Y quién podría reprochármelo? Había cumplido de sobra con esa familia.
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Suspendí las cuatro asignaturas. Mi madre montó en cólera cuando llegó del trabajo y le di las notas.
–¡Es lo único que se te pide en esta casa, Alberto! ¡Lo único!
–Ya lo sé mamá, pero es que… no me motiva nada el módulo.
–Tienes veinticinco años, ya es hora de que sepas lo que te motiva.
–Necesito el verano para pensarlo, mamá. Me voy a ir al pueblo y así lo pienso, ¿vale? Ahora mismo no sé lo que quiero, y no quiero meter otra vez la pata.
–Ya no va a haber más veranos en el pueblo. Lo que voy a hacer es apuntarte a las Pruebas de Acceso a la Universidad. El año que viene vas a empezar una carrera. Es lo que tendría que haber hecho desde el principio. He sido demasiado blanda contigo.
–¡Eso, eso! Tú sigue metiéndome presión. ¡Es justo lo que necesito ahora!
–He sido demasiado blanda contigo –insistió–. Ese ha sido el problema.
–Me voy. No quiero seguir hablando contigo.
Tras el portazo, me vi de nuevo en la calle, caminando instintivamente hacia la plaza. La familia estaba en el banco de siempre.
–¿Estás bien, mi vida?
–He discutido con mi madre.
–¿Qué ha pasado?
–Las notas… No han ido bien.
–Tú no te preocupes, cariño. Tiene que ser muy difícil estudiar eso que estudias. Pero cuando seas científico, ya verás como ganas mucho dinero y puedes ayudar a tu madre.
–Mi madre no necesita ayuda. Tiene dinero de sobra… Por cierto, toma esto.
Saqué los veinte euros de la paga semanal y se los di.
–No quiero dinero, cariño. Cómprame comida. Nada más que leche y pan.
–No tengo tiempo –le dije, poniéndome en pie–. Quédatelos, ¿vale?
Al llegar a casa, le dije a mi madre que había cambiado de opinión. Iba a presentarme a las Pruebas de Acceso a la Universidad. De hecho, venía de apuntarme a una academia.
–¿Tú solo? ¿A qué academia?
–A la que iba Luis. El autobús me lleva de puerta a puerta.
–Apúntame el nombre y la dirección y mañana voy a matricularte. Déjame tu DNI, por si me piden una fotocopia.
–¿Puedes escucharme por una vez, mamá? Te acabo de decir que ya me he apuntado. Son ciento cincuenta euros por este mes.
–¿¡Ciento cincuenta euros!?
–Es un intensivo, mamá. Cuatro horas los martes y cuatro los jueves.
–Vale, vale. Lo importante es que te hayas decidido y que empieces a coger responsabilidades. Te haré yo la matrícula de las Pruebas de Acceso a la Universidad, ¿vale?
–Ok, mamá.
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No le di a la señora todo el dinero de golpe. Pensé que era mejor repartirlo, así tendría una excusa para bajar a hablar con ella los martes y los jueves. Con la primera donación se mostró algo reticente, aunque pronto lo convertimos en una rutina.
Pasado el primer mes, le pedí a mi madre otros ciento cincuenta euros.
–Vale, pero esta vez quiero el recibo.
–Yo se lo pido, sí. Aunque no sé si hacen recibos.
Esa noche tuvimos una bronca monumental. Mi madre no se creyó que hubiera perdido el recibo en el autobús. Llegó a poner en duda que estuviera apuntado a la academia.
–¿Cómo voy a ser responsable, si siempre que lo intento desconfías de mí?
–Más te vale que no me estés mintiendo, Alberto.
Mi madre llamó a la academia a la mañana siguiente. No me lo reconoció ese día, sino más adelante, aunque yo supe que lo había hecho porque la noté más sumisa y algo avergonzada. Mi amigo Luis me había hablado del caos imperante en la academia, de la alta rotación del personal debida a los bajos salarios, de las clases abarrotadas donde los profesores no se sabían tu nombre. No tenía ni idea de lo que le habían dicho a mi madre, pero me alegré infinitamente de haber elegido esa academia.
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Pasaron varias semanas. Una tarde, al volver de la plaza, mi madre me esperaba en el sofá hecha una furia. La saludé y me dirigí al cuarto a dejar la mochila. Vino detrás de mí, y en cuanto puse un pie en el pasillo, me preguntó:
–¿De dónde vienes?
–¿De dónde voy a venir? De la academia.
–He ido a recogerte y no estabas.
–¿A qué clase has ido?
–¡He hablado con la secretaria y me ha dicho que nunca has estado matriculado!
–Se habrá equivocado. La vez que llamaste te dijeron que sí.
Mi madre titubeó un par de segundos y respondió:
–La vez que llamé me lo cogió una profesora y se equivocó. Y ahora atrévete a decirme que sí has ido a la academia.
Era inútil mentir, así que le conté toda la verdad, punto por punto. Mi madre me observaba con una expresión petrificada.
–Vamos a recuperar mi dinero –me dijo en cuanto terminé.
–Mamá, las donaciones no se devuelven. ¿Para qué necesitabas tú ese dinero? Ya me lo descontarás de las pagas, ¿vale?
–Quiero mi dinero y quiero decirle a esa mujer que se ha estado aprovechando de mi hijo y que es una sinvergüenza.
–¡No es ninguna sinvergüenza! –estallé–. No sabes la cantidad de cosas que me ha enseñado en estos meses. ¡Muchas más que si hubiera estado en la academia! Es una mujer cariñosa, que te escucha cuando le hablas, y… es una mujer que tiene problemas, mamá. Necesita el dinero mucho más que nosotros.
–Yo no tengo por qué hacerme cargo de esa familia. Cuando encuentres un trabajo, gástate tu dinero en lo que quieras, pero no el mío. Ponte las zapatillas. Nos vamos a la plaza.
–Mamá, por favor…
–Ponte las zapatillas.
La mujer no estaba en su banco de la plaza. Lo intentamos la tarde siguiente y tampoco la encontramos. Probé yo solo por la mañana, por si se escondía al ver a mi madre, pero no hubo suerte. Seguimos acudiendo a la plaza durante toda la semana. La vergüenza y la rabia por lo que me había hecho fueron creciendo cada día.
–Se acabó –me dijo mi madre el viernes–. No voy a pasarme la vida persiguiendo a esa sinvergüenza.
–No se lo merece, mamá. Tú le das mil vueltas.
Me cogió de la mano entrelazando los dedos, como cuando era niño. Pegó su brazo al mío y apoyó la cabeza sobre mi hombro.
–¿Quieres que hagamos algo este fin de semana? –me susurró al oído–. Podríamos ir a la pizzería Luigi, la que tanto te gustaba de pequeño.
–¡Es una idea genial, mamá! ¿Crees que seguirán teniendo mi pizza favorita? ¡Y los batidos de chocolate! ¡Qué ricos estaban esos batidos!