La rosa es sin porqué, florece porque florece.
ANGELUS SILESIUS
Lo primero de todo es presentarme. Mi nombre es Antonio Ribelles (quiero decir el de verdad, no con el que firmo mis libros). Mis editores no tienen influencia en los medios de comunicación de masas. Mis poemas no están en la sección de novedades de los grandes almacenes. Las encuadernaciones de mis libros carecen del glamour de un regalo navideño. No me busquéis en Internet porque no me encontraréis.
Decidí que quería ser escritor a los diecinueve años. De niño leía lo que leen los niños: libros de aventuras, de piratas, de islas desiertas. Padres y profesores defienden que es bueno que el niño desarrolle la imaginación, pero ¿acaso luego te animan a hacer con ella algo creativo? Todos conocemos la respuesta. De hecho, los argumentos de esos libros están tan alejados de la vida real para que, al entrar en la edad adulta, no te cueste desprenderte de un sueño tan infantil como ser aventurero o pirata. La imaginación es cosa de niños y los adultos se dedican a producir cosas útiles. En resumen: ese tipo de libros sólo sirven para reforzar el dogma de que “existe una edad para cada cosa”.
Entendí todo esto siendo aún un adolescente. A los quince años empecé a escaparme de casa por las noches. Frecuentaba librerías clandestinas madrileñas donde se hablaba de política y de “libros malditos”. Los jóvenes de hoy no pueden entender lo que es tener entre sus manos un ejemplar que durante años estuvo censurado. Con los libros electrónicos, ahora cualquier lector puede tener acceso a cualquier libro en cualquier momento: el consumismo ha extendido sus redes también al ámbito intelectual. Sobra decir que fueron esos “libros malditos” (y no los de piratas e islas desiertas) los que me empujaron a ser escritor. Tras cuatro años de lectura intensa comprendí que había encontrado mi camino.
Durante la dictadura recibí palos por todas partes. Mis poemas no eran complacientes con el régimen, pero tampoco críticos: sencillamente hablaba de otras cosas. Personas de ambos bandos me acusaban de “no tomar partido hasta mancharme”. A Hermann Hesse también se le atacó por escribir poesía durante la Segunda Guerra Mundial. Su respuesta fue que “alguien debía recordarle al mundo que, a pesar de todas las atrocidades cometidas durante la guerra, seguía existiendo la belleza”. Nunca pensé que el poeta tuviera otro deber moral.
La muerte de Franco no me afectó demasiado. Madrid se vistió con ropas frívolas y coloridas; yo sigo con mi indumentaria sobria y oscura. Llegaron nuevos estilos musicales; los compositores que yo escucho fallecieron hace siglos. Estalló la revolución sexual con una década de retraso; yo llevaba dos de adelanto. Los españoles fuimos por fin llamados a las urnas; yo jamás he pisado un colegio electoral. Desapareció la temida figura del censor; mis poemarios son tan marginales que siempre he escrito lo que me ha dado la gana.
Hace veinte años decidí exiliarme dentro de mi propia ciudad. Empecé a deambular de pensión en pensión, sin amigos, sin familia, sin una mujer. La idea de morir solo no me preocupaba en absoluto, más bien al contrario. Pero la vida siempre te depara sorpresas.
No sé a qué hora me desperté aquella mañana (supongo que tarde, nunca he sido una persona madrugadora). Como cada día, me senté junto a mi ventana oculto tras la cortina. El sol estaba ya alto y había bastante bullicio en la plaza con todo el rollo de la pista de hielo. Pero no era el patinaje lo que me interesaba, sino el edificio de enfrente. Como edificio no ofrece ningún atractivo. La fachada que da a mi pensión es gris y la suciedad de los grandes ventanales es cada día mayor. En cuanto a los neones amarillos del cartel de “Cines Luna”, se apagaron el día en que la sala fue sustituida por un moderno gimnasio. La Plaza de la Luna tampoco es lo que era. Los comercios y bares de toda la vida se han convertido en tiendas de chinos y restaurantes modernos. Además, las prostitutas ya no campan libremente como antaño. En cuanto al gimnasio, aunque la idea me horrorizara en un principio, ya no concibo pasar un solo día sin mirar cómo suben y bajan esos jóvenes traseros enfundados en sus apretadas mallas.
Siempre he preferido a las mujeres jóvenes. No se trata de una cuestión física, aunque poca gente es capaz de entender esto. Lo que verdaderamente hace irresistible a una mujer es el brillo en los ojos; ese brillo que, para bien o para mal, no dura eternamente. Algunas lo pierden antes y otras después, pero la belleza de una mujer (y supongo que la de un hombre, aunque no me corresponde a mí juzgarlo) radica en ese brillo y todo lo que simboliza. En resumen, que toda mi vida he salido con mujeres jóvenes; mujeres que mantenían la misma edad aunque yo envejeciera, como hacía Chaplin. Muchas consideraban mi forma de comportarme inmadura y superficial, pero ¿acaso ellas eran conmigo más maduras o menos superficiales? Buscaban una aventura pasajera con el escritor bohemio para luego volver con el tipo centrado, el del trabajo estable. Si hubiera llegado a ser famoso, todo habría sido distinto. La mayoría de los hombres son unos fracasados, una acumulación de sueños frustrados, pero, en este mundo de apariencias, el crimen no es ser un fracasado, sino parecerlo. Yo sólo podía ofrecerles una vida de altos y bajos; de efímeros triunfos flotando sobre un inmenso mar de miseria y fracaso. ¿Y acaso ellas tenían piedad cuando, cansadas de esa vida, me abandonaban?
De joven me juré que nunca llegaría a viejo. Mis amigos y yo fanfarroneábamos con arrojarnos al viaducto o pegarnos un tiro como Larra antes de que esto ocurriera. “Amábamos demasiado la vida –decíamos– como para no vivirla en plenitud de facultades físicas y mentales”. Veíamos tan lejano el momento, que pensábamos que nunca llegaría. Cuando finalmente llegó, todos vivían en residencias o habían muerto (de causas naturales, claro). Los más afortunados recibían alguna visita de sus hijos y sus nietos; el resto estaban tan abandonados como yo. Con el tiempo fui perdiendo el contacto con todos ellos. Nunca les perdoné que relegaran la escritura a la categoría de “pasatiempo” mientras malgastaban sus vidas en trabajos que les robaban el alma.
Volviendo a aquella mañana, después de un par de sesiones de bicicleta estática, decidí bajar a comer algo. Al desnudarme frente al espejo de mi cuarto sentí un pinchazo en el estómago. El contraste entre mi cuerpo y los que veía al otro lado de la ventana se acentuaba cada día. ¿No habría llegado el momento de acabar con todo? Muchas personas rechazan la idea del suicidio por el daño que causarían a sus seres queridos. A mí no me valía esa excusa, ya que estaba completamente solo. Zanjé el asunto diciéndome que, a través de mis poemas, sigo trayendo belleza al mundo. Terminé de vestirme y bajé a la calle.
Pasé todo el día vagando por Madrid. La idea de que mi existencia quedaba justificada a través de mis poemas me hacía sentir bien. Antes de volver a la pensión me detuve junto a la pista de patinaje. Me encendí un cigarro y me apoyé sobre la valla de seguridad. La plaza tenía un aspecto tétrico. Era de noche y sólo veía coches de policía por todas partes.
De pronto escuché a alguien acercarse por detrás. Giré la cabeza y me vi frente a una chica rubia, delgada y menuda. Iba vestida con una larga falda naranja y un abrigo verde con capucha. Tenía los ojos ovalados y de color azul turquesa. Su mirada desprendía ese brillo que ha sido el motor de mi vida. En ella sólo cabían emociones extremas: odio, pero también compasión; desafío, pero también súplica. Era una mirada capaz de condenar a un hombre, pero también de indultarle.
“¿Qué tal, papá?”. Su voz era a la vez dulce y enérgica, como la de su madre. Me flaquearon las piernas y estuve a punto de caerme al suelo. ¿Cómo podía estar tan segura de que yo…?
Nos sentamos en la acera, frente a la pista de hielo. Había llegado el momento de enfrentarme con un pasado que creía totalmente enterrado. Por suerte estaba demasiado aturdido como para sentir miedo.
–Después de diecinueve años por fin conozco a mi padre –empezó Alicia sin más preámbulos. Hablaba con la sencillez y la franqueza de una niña. Su mirada estaba perdida en algún punto de la carpa que cubría la pista durante la noche, lo cual me permitía observarla de reojo–. Mi madre se ponía de los nervios cuando le sacaba el tema. “¿De verdad quieres conocer al hombre más egoísta e irresponsable de la Tierra?”, me gritó una vez. Me impactó tanto verla perder así los papeles que decidí no volver a preguntarle. Más adelante, cuando cumplí los dieciocho, me pidió perdón y me dijo que tenía derecho a saber la verdad. –Se detuvo un momento. Tenía los ojos vidriosos. Sentí un fuerte impulso de abrazarla, pero me vino a la mente la imagen de un monstruo tratando de acercarse a una flor. Se secó los ojos con la manga del abrigo y prosiguió, con un tono de voz más decidido y duro que el anterior–. Yo ya me había hecho a la idea de que nunca conocería a mi padre, y te juro que si no hubiera sido por esto… –Sacó del bolsillo de su abrigo un ejemplar de esta misma colección de poemas–. Lo encontré en el baño de un bar de Malasaña. Lo leí varias veces y tuve la impresión de que todos los poemas hablaban de mi madre. –Me miró con tal intensidad que asentí, sin pensar siquiera en lo que estaba diciendo–. Me obsesioné con el poema El último faro del puerto. Ya sabes, la historia del chico de diecinueve años que decide hacerse marinero para recorrer el mundo y vivir mil aventuras –dijo con un matiz de ironía que desapareció de inmediato–. No podía quitarme de la cabeza esos versos: “Una insoportable sucesión de rostros, un mar que nos separa de lo que somos…”. El chico regresa siempre por Navidad, pasa un mes en casa y vuelve a embarcarse. Cuando está fuera, echa de menos a sus amigos y a sus padres (que esperaban que hiciera una carrera más provechosa, aunque respetan su decisión). Se siente triste por no haberles dicho nunca lo importantes que son para él y piensa en todas las cosas que le gustaría hacer con ellos durante las vacaciones. Nunca dice adónde va ni lo que hace cuando está fuera, pero siempre envía una carta anunciando el día y la hora de su llegada.
“Todos los años ocurre lo mismo. Sus seres queridos acuden a esperarle al puerto. El marinero se pasa las tres primeras noches emborrachándose con sus amigos y luego vuelve a casa para estar con sus padres, pero por el camino se cruza con una mujer de la que se enamora locamente. La mujer en cuestión siempre tiene diecinueve años, la edad con la que él zarpó por primera vez. El resto del mes no se separa prácticamente de ella, y en el momento de zarpar sólo tiene ojos para ella. No presta atención a sus amigos y a sus padres, que le esperan en el puerto en un segundo plano. Durante las primeras semanas sufre terriblemente por estar separado de su enamorada, pero luego la olvida prácticamente de un día para otro. Entonces vuelve a atormentarle esa “insoportable sucesión de rostros”. Se siente mal por no haber pasado más tiempo con sus amigos y sus padres y se jura que la próxima vez hará las cosas de otra forma. Pero la historia se repite año tras año y el marinero va haciéndose viejo.
“Una Navidad decide quedarse en tierra con su enamorada de turno, pero a las pocas semanas descubre que “no basta con quererla como a las otras” y se escapa sin avisar a nadie. Desde la cubierta del barco busca a sus amigos y a sus padres, con una mirada en la que “comparten cama la alegría y la tristeza”. Pasados unos meses manda una carta avisando como siempre de su retorno. Durante ese tiempo ha comprendido varias cosas. Ha comprendido que el amor que sentía por esas mujeres era tan intenso porque “el tic-tac del océano estaba cerca”. En cuanto a sus amigos y a sus padres, por fin está preparado para pedirles perdón y decirles que les quiere.
“Al llegar al puerto no hay nadie esperándole. Va a las casas de sus amigos, pero ninguno le abre la puerta. Sólo le queda el consuelo de saber que el amor de unos padres es incondicional. Vuelve a su casa totalmente abatido y llama al timbre. Un desconocido le da la mala noticia: sus padres han muerto. Al borde de la desesperación, decide volver con su última mujer. La idea de redimirse a su lado es tan poderosa que echa a correr. Pero de pronto se detiene. Está en una encrucijada y tiene que tomar una decisión. El poema termina con los versos: “Partió para el exilio más doloroso. Huyendo de sí mismo, huyendo de todos””.
Permanecimos en silencio durante unos minutos. Llevaba años sin escuchar lo que uno de mis poemas había significado para otra persona. Por más que lo intente, el escritor no llega a ser consciente del efecto que pueden tener sus palabras en los demás. Pero Alicia no me dio más que unos segundos de tregua. Con una mezcla de asombro y terror, descubrí que no había hecho más que empezar.
–Les leí el poema a mis amigas sin decirles quién lo había escrito. No te imaginas el debate que se generó. Aunque todas estaban de acuerdo en que el marinero era un ser “egoísta e irresponsable” (lo mismo que decía mi madre de ti), cada día surgían nuevas interpretaciones y el debate parecía no tener fin. Una de ellas defendía que, en la encrucijada final, el marinero había vuelto con la mujer. Esto iba en contra de su forma de ser y por eso tenía la sensación de estar “huyendo de sí mismo”. Yo sabía que no era cierto, pero no podía decirlo abiertamente. Por supuesto tampoco les expliqué el verdadero significado del verso “No basta con quererla como a las otras”. De todas formas, la opinión general era que el marinero había vuelto al mar para no regresar nunca. Algunas lo veían como un gesto valiente, incluso generoso, pero para otras era sólo miedo a que la mujer lo rechace y a tener que enfrentarse al hecho de estar totalmente solo en el mundo. No tuvieron piedad con él. Una llegó a asegurar que ni siquiera hace todos esos viajes, aunque le faltó imaginación para sugerir qué hacía en realidad. Según ellas, temía no estar a la altura de lo que los demás esperaban de él: de no ser un buen hijo, un buen amigo, un buen novio e incluso un buen amante. Para la mayoría ésa era la clave de su constante huida. Lo tachaban de inmaduro por su forma de idealizar a las mujeres; de cobarde por abandonarlas antes de que ellas le abandonen a él, y de superficial por empeñarse en salir con mujeres de diecinueve años.
“En cuanto a mí, reconozco que estaba orgullosa de que mi padre hubiera escrito el poema. Supongo que por eso traté de defender al marinero con una teoría que le liberaba de gran parte de la culpa. A ver qué te parece. Con el paso de los años, la relación con sus padres y sus amigos se va deteriorando hasta convertirse en una farsa movida más por la rutina que por el sentimiento. El marinero no entiende que sigan yendo a esperarle al puerto y ninguno sea capaz de reprocharle su comportamiento. Por eso los rostros le resultan “insoportables” y siente esa mezcla de “alegría y tristeza” cuando nadie va a despedirle; por eso necesita emborracharse y esconderse en los brazos de la primera mujer con la que se cruza. ¿Es una prueba de amor y lealtad que las personas a las que más quieres no sean sinceras contigo?
“Fueron unas semanas muy duras. Mis amigas bromeaban sobre si el marinero habría tenido tiempo de arrojarse por la borda antes de volverse loco. Cuando mi madre me dijo que no quería saber nada del tema, estuve varios días sin hablarle y empecé a defender que la culpa era de las mujeres por estar con el marinero cuando conocían de sobra su fama de mujeriego. Por suerte el poema pasó de moda y yo hice las paces con ella. Al fin y al cabo, el marinero no ha hecho nada por mí, mientras que a mi madre se lo debo todo…
“Pero algo dentro de mí –continuó, mirando al frente– se rebelaba contra la idea de que al marinero se lo hubieran comido los tiburones o estuviera en un manicomio. Y un día comprendí que ésa era la clave de todo. Si nadie era capaz de entender el poema era porque el propio escritor no lo entendía. Con todas esas ambigüedades no engañas sólo al lector, sino a ti mismo. –Sus palabras iban volviéndose cada vez más oscuras e incomprensibles. Intenté decírselo, pero me lanzó otra de esas miradas que no admiten réplica–. Déjame terminar. –Cogió aire–. La respuesta llegó en forma de pregunta. ¿Y si el marinero siguió con su vida como si tal cosa? Entonces fue cuando entendí de verdad el poema y decidí buscarte. Te contaría los detalles de cómo he llegado hasta aquí, pero ahora mismo carecen de importancia. Lo verdaderamente importante es que al verte hoy, fumándote un cigarro y silbando alegremente, he comprobado que tenía razón. La dueña de la pensión me ha contado que llevas una vida solitaria, pero que se te ve contento. Dice que te pasas las noches escribiendo y leyendo, que duermes hasta las tantas y que el resto del día te dedicas a holgazanear por Madrid. También ha insinuado que tienes algunos vicios poco decentes, aunque no ha querido entrar en detalles”.
La mención a doña Herminia me devolvió a la realidad. Eché un vistazo alrededor mío y comprobé que seguíamos exactamente en la misma posición: sentados en la acera el uno junto al otro.
–Termino –dijo Alicia notando mi pequeña distracción–. Creo que tu poema no es más que una forma de justificar la vida que has elegido. No te bastaba con alejarte sin más de todo el mundo, necesitabas demostrarles (y demostrarte a ti mismo) que era tu ÚNICA opción dadas las circunstancias. Lo mejor que puede hacer una persona que ha causado tanto dolor es desaparecer para siempre, ¿verdad? Querías enviarlo todo al subconsciente y echar la llave para poder vivir en paz el resto de tus días, como un neurótico más en este mundo de neuróticos, con una forma de locura socialmente aceptada… Y lo más importante de todo: sin enfrentarte a lo que hiciste. No me malinterpretes. No voy a entrar en sentimentalismos tontos sobre si podías haber sido feliz con mi madre o con cualquier otra mujer. Pero quiero que sepas que ese “exilio voluntario” no era tu única salida.
Escribí el poema El último faro del puerto en 1996 y desde entonces he sido incapaz de releerlo. Durante la semana que tardé en escribirlo, creí haber superado todos los límites de mi propio sufrimiento. Mi hija me acababa de demostrar que no era así. Me acababa de enseñar una fotografía de mi subconsciente, y no hay visión más terrorífica para un ser humano.
No pude aguantar las lágrimas por más tiempo y empecé a llorar como un bebé. Ella permanecía quieta, observándome.
–¿Cuántos años hacía que no llorabas? –me preguntó en un tono de voz que no supe interpretar. ¿Era posible que hubiera venido únicamente para echarme en cara lo que hice?
Aunque la idea de que en ese momento se levantara y desapareciera se me hacía insoportable, no habría movido un dedo para seguirla. Yo era un ser despreciable que merecía que su hija le dejara tirado en mitad de la acera. Sin embargo, hizo algo que acabó de desarmarme y me demostró que hay formas de traer belleza al mundo que yo ni siquiera había imaginado. Me abrazó por detrás de la espalda y, sujetando mi mentón con su mano, atrajo mi cara hacia sí. Me miró fijamente a los ojos durante un segundo, como si quisiera estar totalmente segura de lo que iba a hacer. Asintió con la cabeza y me dio un beso en la frente.
–Sabía que mi madre y mis amigas se equivocaban –dijo. Sus ojos también se habían cubierto de lágrimas–. Si quieres volver al puerto, yo estaré esperándote, papá, pero no te esperaré eternamente.