Saltar al contenido

Pensión Dolores

Mi marido falleció un poco antes de que encontraran los cuerpos. Se fue con esa pena. El crimen de Alcàsser había sobrecogido a todo el país. Para los que vivimos en el interior de Valencia, aquellas semanas fueron todavía más angustiosas. En las imágenes de la tele reconocíamos las flores, los arbustos, los caminos, las carreteras, las casas. Sentimos que se llevaban a nuestras propias crías, que nos arrancaban un pedazo de nosotros.

Fue mi Vicente quien colgó en el balcón la pancarta con las fotos de las crías. El caso de Alcàsser agravó su enfermedad, aceleró su muerte. Yo le decía: “Tienes que aguantar, Vicente. Aguanta por lo menos hasta que encuentren a las crías”. Le faltaron un par de semanas. Mi marido falleció el 23 de noviembre de 1992.

El crimen de Alcàsser marcó un antes y un después en Mitjans. Sembró la desconfianza y la inseguridad. Dejamos de ser un pueblo donde no se cerraban las puertas y todos, incluida yo, perdimos un poco la cabeza.

Vicente fue un llauro de arriba abajo, un hombre de campo, tozudo y con mucho carácter. Renegaba de la ciudad, de la gente con estudios, de todos los políticos. Nunca tuvo una cuenta bancaria, nunca cotizó en la Seguridad Social. Guardaba el dinero bajo el colchón, decía que jubilarse no entraba en sus planes, que pensaba trabajar sus tierras mientras tuviera dos brazos y dos piernas.

Antes de casarnos yo me dedicaba a la costura. Se me daba muy bien, y tenía bastantes clientes. Pero Vicente dejó claro que no iba a permitir que su mujer trabajara. Así que guardé la máquina de coser en el trastero y me dediqué a ser ama de casa.

Siempre he sido muy independiente, y más desde que murió mi Vicente. Nunca me ha gustado meterme en las vidas de los demás, como hacen la Amparo y las demás dotoras del pueblo.

La semana que encontraron a las niñas de Alcàsser, retiré la pancarta con sus fotos del balcón y colgué la de “Pensión Dolores”, dispuesta a ganarme el sustento ahora que mi marido no estaba.

El domingo, para mi sorpresa, llegaron dos huéspedes. Me sorprendió que mi negocio empezara a funcionar tan pronto, no que fueran de Madrid. Mi piso es un cuarto y está en la parte alta del pueblo, orientada hacia la antigua carretera nacional. El tramo de autovía hacia el interior seguía en obras, así que todos los conductores que venían de la costa pasaban por delante de la pensión.

Los dos madrileños eran jóvenes, morenos y llevaban el pelo largo. Siempre me han gustado los hombres con melena, aunque mi marido era calvo como una bola de billar. Les ofrecí sentarse a cenar, pero me dijeron, con mucha educación, que estaban cansados y se fueron a dormir.

Se despertaron de madrugada. Cuando los escuché salir al baño, me levanté para prepararles un buen desayuno con café, tostadas, tomate y miel de la Amparo. Se fueron muy agradecidos, y prometieron volver a mi pensión “otro fin de semana de ruta”.

El lunes lo hablé con la Amparo en el mercado. Estábamos esperando turno en la carnicería. La Amparo y yo no nos llevábamos ni bien ni mal. Nos conocemos desde niñas, nos saludábamos cuando nos veíamos, pero nunca fuimos amigas.

–¿De verdad no sabes lo que es la ruta del bakalao, Dolores?

–No tengo ni idea, Amparo. Y no grites tanto, que no quiero que se entere todo el pueblo.

Bajó un poco la voz:

–Son discotecas que abren todo el fin de semana. Por la zona de la Albufera. Y no solo vienen jóvenes de Valencia, no. Llegan autobuses de toda España.

–¿Y tú cómo sabes todo eso? ¡Mira que eres dotora!

–Pues porque lo he visto en la tele. ¿Cómo lo voy a saber si no? Yo si fuera tú me andaría con ojo, Dolores. Con todos los asesinos que hay sueltos por la zona… ¿Has oído lo de las sectas satánicas? –Se santiguó–. Esto ya no es como cuando tú y yo éramos jóvenes. Ya no te puedes fiar ni de tu sombra.

Me arrepentí de habérselo contado, y por supuesto no le hice ni caso. Las viudas como yo tenemos que vivir de algo. Y si todos los huéspedes daban tan poca faena como los dos madrileños, que se hicieron sus camas y todo (aunque tuve que volverlas a hacer), aquello iba a ser pan comido.

Mi pensión se convirtió en una parada obligada de “la ruta”. Me lo decía todo el mundo que venía. La llamaban “el templo del puchero”, “el descanso del guerrero”, “la pensión de la tía Dolores” y qué sé yo cuántos nombres más.

Durante la semana yo llevaba una vida normal, como la de cualquier ama de casa. Bajaba a hacer la compra, cocinaba, limpiaba mi casa, iba a la peluquería. Con la gente del pueblo nunca hablaba de la pensión. Nos comportábamos como si no existiera. Ellos andaban inquietos y sé que dotoreaban a mis espaldas. Pero la pensión existía, y si no que se lo digan a Carlitos, el hijo de la Amparo, que venía a dormir un domingo sí y el otro también.

El fin de semana todo cambiaba. El sábado por la mañana preparaba las camas para la gente que llegaba a la noche. Me llamaban desde una cabina: “Tía Dolores, ¿tiene hueco para hoy? No se preocupe, aunque sea dormimos en el suelo. ¿Qué va a hacer esta noche de cena?”. Se escuchaba de fondo esa música horrorosa, el teléfono pasaba de boca en boca, todos querían saludarme.

Digan lo que digan en la tele, eran buenos chicos. Solo necesitaban comer y dormir, un ambiente tranquilo y familiar, hablar con alguien que los escuchara y no los riñera. Lo que no necesitaban era conducir después de dos o tres días sin dormir. O encontrarse a sus madres en mitad del pasillo amenazándoles con el mocho (eso lo contó Carlitos en una cena y nos reímos mucho). Conmigo eran educados, cariñosos, atentos y respetuosos con las reglas de la pensión.

Los problemas no los trajeron ellos, sino la gente de Mitjans. Cuando la Amparo se enteró de que su Carlitos era un huésped habitual de mi pensión, no pudo callárselo. Lo habló con otras madres y descubrió que su hijo no era el único. Muchos jóvenes de Mitjans dormían en mi pensión y volvían a su casa el lunes, cuando los ánimos y los mochos estaban más calmados.

Lo que les molestaba a las madres era que sus hijos tuvieran tanta confianza conmigo. Que fueran contando por ahí que era “una mujer muy moderna” y que “valía para psicóloga”. No lo podían soportar. La envidia se las comía.

La pensión iba bastante bien, y no había un fin de semana en el que no llenara todas las habitaciones. A veces se juntaban hasta diez personas, y una noche llegamos a ser trece. Pero yo ya no estaba tranquila desde que las madres se enteraron de aquello. Me olía que tramaban algo contra mí. Sentía que tenía los días contados y que en cualquier momento…

La carta del ayuntamiento llegó el 14 de septiembre de 1993. Me informaron de que no tenía licencia para montar una pensión. Era verdad, pero ¿quién hacía las cosas con licencia en Mitjans? ¿Cuántas casicas sin licencia se construían en el monte? ¿Cuántos fontaneros, carpinteros y albañiles trabajaban sin licencia? ¿Cuánta gente vendía naranjas y garrofa sin licencia?

Si Vicente hubiera estado vivo, les habría montado un buen pollo a esos gandules del ayuntamiento. Les tenía mucha manía desde que le multaron por aparcar el tractor 5 minutos en la plaza. Él tampoco entendía de papeleos, pero al menos les habría puesto a caldo. Les habría dicho que lo que necesitaban era un verano recogiendo garrofa, que él les iba a enseñar a doblar la bisagra. Lo que yo hice fue contar el dinero que había ahorrado, quitar el cartel del balcón y ponerme a llorar como una figa.

Me encontré a la Amparo en el mercado dos días más tarde.

–¿Cómo vas Dolores? –me preguntó–. ¿Qué marcha me llevas?

–Me van a cerrar la pensión.

Se lo solté directamente, para ver qué cara ponía. Se apoyó nerviosa sobre su carro de la compra:

–Pues chica, qué quieres que te diga. Es lo mejor que te podía pasar. Un día ibas a tener un disgusto. Hoy en día no te puedes fiar ni de tu sombra.

–Igual tienes razón, Amparo, pero yo necesito comer.

–Vete a los de Caritas y diles que eres viuda. Y lo de los hijos. Diles que Vicente y tú no pudisteis tener hijos.

En ese momento perdí los papeles. La agarré tan fuerte de los pelos que le arranqué un mechón. Llegaron la Carmen y su hija a separarnos y a pedirme que me calmara.

–¡Me habéis arruinado el negocio entre todas! –les grité–. Ya habéis conseguido lo que queríais. Sois unas víboras, eso es lo que sois. Pero ya tendréis vuestro castigo, ya. Vuestros hijos acabarán con una víbora como vosotras, y no los veréis ni los lunes, ni los martes, ni…  

Me sacaron del mercado entre el César y el Carlos. Me tuvieron que agarrar de los brazos y tirar de mí. Les dije del mal que tenían que morirse, a ellos, a la Amparo y a toda la gente que se cruzó en nuestro camino.

———————————————————

Los fines de semana seguían llegando coches de “la ruta”. Se había corrido la voz de que cerraba la pensión, así que pasaban a saludarme y a darme ánimos. Algunos simplemente pitaban. Otros bajaban la ventanilla y gritaban “¡viva la Dolores!”. Yo vivía enemistada con todo el pueblo, y esas muestras de cariño me alegraban el día. A los que paraban, les invitaba a un café y recordábamos viejas anécdotas. Después les pedía que se fueran, para no levantar sospechas.

Carlitos apareció una noche en la pensión. Le invité a subir, pero me explicó que llevaba un poco de prisa y que no podía quedarse.

–Vengo a darle esto, Dolores.

Miró a la carretera, por si venía algún coche. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y me entregó un sobre.

–¿Qué es esto, hijo?

–Es dinero.

–Te lo agradezco mucho, Carlitos, pero no puedo aceptar tu dinero.

Intenté devolverle el sobre, pero se cruzó de brazos.

–El dinero no es mío, Dolores. Bueno, una parte sí. Verá, hemos decidido ayudarla entre algunos amigos de “la ruta”. Cada uno pondrá lo que pueda todos los meses y yo se lo traeré. Será su pensión. La pensión Dolores.

Entré en el piso muy emocionada. Con el impulso, planché la ropa, cociné y limpié la casa de arriba abajo. En el trastero encontré mi vieja máquina de coser. Me quedé mirándola embobada durante unos minutos. Le quité el polvo, la subí a mi cuarto y la coloqué sobre la mesa. Comprobé que todavía funcionaba. Después me vestí, cogí el sobre que me había dado Carlitos y bajé caminando hacia la casa de la Amparo.

Mi novela “Los extranjeros”, a la venta AQUÍ

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *