Nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana.
JEAN-PAUL SARTRE
Últimamente no hay manera de aparcar en Teherán. El viernes cogí el coche para ir a la universidad y, después de una hora y media buscando aparcamiento, me tuve que volver a casa. Estaba tan cabreado que ni siquiera me metí en Snapp para recoger a algún cliente. De camino, paré en una gasolinera “Serie B”. El gobierno ha vuelto a racionarnos el combustible y a subir los precios, “para que no hagamos contrabando con países vecinos”. Mientras sujetaba el surtidor, me dije: “Con el día que llevas, Reza, seguro que acabas envuelto en llamas y algún imbécil lo sube a youtube”. Vivo en un país que flota en petróleo y no puedo llenar el depósito en una gasolinera normal. En Irán sólo existen dos clases, los ricos y los pobres, y no hay meritocracia ni forma alguna de ascender. Cuando termine la carrera de psicología, podré por fin dedicarme a ser taxista a tiempo completo. Un futuro prometedor.
Antes de entrar en el piso, compré comida para todo el fin de semana. No pensaba pisar la calle hasta el lunes. Quizás algún viaje de Snapp, pero nada más. Tenía que terminar mi proyecto de psicología evolutiva. También quería releer Así habló Zaratustra. Me lo compré hace un par de años, pensando que trataría sobre nuestra antigua religión, pero nada más lejos de la realidad. Gracias a Nietzsche me volví ateo y empecé a pensar por mí mismo. Todo el mundo en este país debería leer a Nietzsche.
Mientras subía por las escaleras, miré el móvil y vi varias llamadas de mi compañero de piso. ¿Sería para repetirme por enésima vez lo de su fiesta? Para un friki de la informática como él, juntarse con gente real era toda una novedad. Reconozco que me daba un poco de envidia que Ali tuviera planes y yo no. Ya no se montan fiestas como antes en Teherán. No es por miedo a la policía, como dicen algunos. Ni porque los armenios hayan dejado de vender alcohol, como dicen otros. Ni porque los turistas occidentales no dejen de preguntar en Trip Advisor y Couchsurfing por la próxima fiesta (nuestro servicio de inteligencia no está tan anticuado como ellos piensan). La razón es la apatía pura y dura. El nihilismo, en otras palabras. A veces pienso que debería haberme quedado con mis padres en el pueblo. El aburrimiento y la soledad son muchos más duros en las grandes ciudades.
Entré en casa y me encontré a Ali en el sofá. Se le veía muy nervioso y se levantó nada más verme.
–¡Te he estado llamando!
–Acabo de verlo. ¿Qué pasa?
–Necesito un favor. Se me ha estropeado el coche y necesito que me lleves mañana. Pago yo la gasolina.
–¿Dónde me habías dicho que era la fiesta?
–No te lo había dicho. Es en Dasht-e Kavir.
–¿¿Te han invitado a una rave en el desierto?? ¡Pensaba que eran un mito!
Me pidió que me sentara. En casi dos años viviendo juntos, jamás le había visto articular tantas palabras seguidas. Me habló del “encuentro libertario más extremo del mundo”. Un lugar donde “TODO estaba permitido, menos violar el principio de no coacción”. “La libertad de los otros termina donde empieza la tuya”, añadió. “Es así de simple”. Me dejó de piedra. Ali es un tipo culto e inteligente. Ha vivido en el extranjero, y eso se nota. Siempre sospeché que tenía intereses secretos, aunque jamás imaginé que fuera un activista político. Me contó que el Libertarian Experience había nacido en California cinco años atrás. Se habían reunido 200 personas, lo habían grabado en vídeo y lo habían subido a la Deep Web. Ese año se celebraría simultáneamente en veinte capitales del mundo. En la lista había países tan sorprendentes como Rusia, China y Arabia Saudí. “La defensa de la libertad debe hacerse, precisamente, donde hay regímenes totalitarios”, concluyó sin pestañear.
–Quiero ver los vídeos –le dije.
Francamente, todo ese rollo libertario me sonaba a puro nihilismo. Pensé en una de esas sectas donde toman drogas y se hacen orgías.
–Antes prométeme que me llevarás en coche.
–Primero los vídeos.
Dudó unos segundos, pero aceptó. Estaba desesperado y me aproveché de ello. Trajo su ordenador portátil y abrió uno de los vídeos. Pulsó el play.
–¿A qué hora quieres salir? –le pregunté, estupefacto ante lo que acababa de ver.
–Sabes que podemos acabar en la cárcel, ¿verdad?
–Este país es una cárcel –le respondí–. Esta ciudad es una cárcel. Mi vida es una cárcel.
Salimos de casa el sábado a las cinco de la mañana. Nada más subir al coche, Ali me informó de que debíamos recoger a “alguien” cerca de la terminal sur de autobuses. Tardamos media hora nada menos. Poco antes de llegar, me indicó que me metiera por una zona llena de almacenes abandonados que parecían edificios secretos del gobierno. Salimos de nuevo a una calle con vida y, en la puerta de un restaurante, Ali me pidió que aparcara. Se bajó del coche, entró en el local y salió con dos mujeres ocultas bajo sus chadores negros. Se sentaron en la parte de atrás y arrancamos. Me bastaron unas pocas frases para comprender la situación. Sólo una de las chicas, Azar, estaba metida en el rollo libertario. Mi compañero no conocía de nada a su acompañante Jaleh, y no le hacía ninguna gracia que viniera.
Me puse las gafas de sol y abandonamos Teherán, rumbo hacia el este. Las mujeres iban hablando de sus cosas. Los hombres, por contra, permanecíamos en silencio, haciendo comentarios puntuales sobre el paisaje. La buena relación con tu compañero de piso está sobrevalorada. A veces llegas cansado del trabajo o de la universidad y lo último que te apetece es que alguien te pregunte “cómo te ha ido el día”. Yo no tenía ese problema con Ali, ni él conmigo.
Después de cinco horas conduciendo sin descanso, paramos a almorzar en un pueblecito llamado Hoseinan. Hacía un calor insoportable. A falta de árboles, nos resguardamos en el mercado, bajo un toldo. Comimos rápido, volvimos al coche y cogimos la carretera 81 hacia el sur. En algún punto en mitad de la nada, Azar y Jaleh se cambiaron los chadores por vaqueros y camisetas que llevaban en el bolso. Nuestras miradas se cruzaron en el retrovisor y casi me muero de vergüenza. A ellas, sin embargo, no pareció importarles. Estaban demasiado ocupadas maquillándose frente a sus espejos de mano. Con las melenas sueltas eran muy guapas. Como a todo iraní, me gusta lo exótico (es decir, las mujeres del norte de Europa); pero hay que reconocer que la belleza persa es insuperable. Terminaron de cambiarse y Azar extrajo de su bolso una pequeña cantimplora. Pegué un trago sin soltar el volante. El vino estaba picado. Le di las gracias, me limpié las gotas del bigote nietzscheano y se la devolví.
Poco antes de entrar en la provincia de Isfahan, Ali me indicó que me metiera por un camino de tierra. Supe que a la vuelta tendría que limpiar mi viejo SAIPA Saba, incluso reparar alguna pieza. No me importó en absoluto. Me encontraba en un estado de excitación que no había conocido antes. Todo el mundo en Irán conoce la historia de Anoosh y Arash, los dos DJ´s que organizaban raves ilegales y que acabaron en Suiza, en el festival tecno más importante del mundo. El documental circula por Teherán de forma superclandestina, y haberlo visto es un símbolo de estatus. Personalmente, siempre pensé que era un montaje occidental, y que las escenas del desierto no estaban grabadas en mi país. Pero ahí estaba yo, llevando a tres semidesconocidos al Libertarian Experience, un encuentro que, en palabras de Daniel, “dejaría las raves de Anoosh y a Arash en un juego de niños”. Por primera vez en veinte años había dicho SÍ a la vida, y asumiría las consecuencias como un hombre.
Media hora más tarde, distinguí una carpa gigante de color blanco, dos tráilers y varios jeeps de alta gama.
–Hemos llegado –dijo Ali, remarcando lo evidente.
–¿Quién es toda esta gente? –pregunté mientras salíamos del coche.
–Las futuras elites políticas y culturales de Irán. Se acerca una nueva Revolución.
–¿Son comunistas?
–Libertarios –me corrigió, con cierta condescendencia–. No queremos pasar de una dictadura a otra.
Había dos hombres armados custodiando la entrada a la carpa. Ali y Azar les estrecharon la mano con efusividad. A continuación, nos extendieron nuestros contratos. Iban encabezados con una frase de un tal L. Neil Smith: “Un libertario cree que nadie tiene el derecho, bajo ninguna circunstancia, de iniciar la fuerza contra otro ser humano, ni de defender su uso ni de delegarlo”. El contrato venía a decir que en el Libertarian Experience TODO estaba permitido, siempre y cuando no se vulnerara la libertad de los demás. Pensé en la frase de Dostoievski, el único psicólogo (según Nietzsche) del que se podría aprender algo: “Si dios no existe, todo está permitido”. El hiyab no era obligatorio, pero tampoco estaba prohibido. Me llamó la atención, y me preocupó un poco, que se pudieran portar armas “única y exclusivamente para defender tu vida y tu propiedad”. Al final te explicaban que “cada persona debía responder por sus actos” (en otras palabras, la Organización se desentendía de lo que ocurriera dentro de la carpa). Firmamos los contratos y entramos a resguardarnos del calor.
Esperaba encontrarme con un DJ pinchando música tecno, pero me equivoqué. Sobre el escenario había un grupo iraní versionando bandas inglesas y americanas. A sus espaldas, una pancarta gigante: UNA NUEVA EMBAJADA AMERICANA EN TEHERÁN YA. En la barra se servían, además de bebidas alcohólicas, varios tipos de drogas. Azar y Jaleh pidieron vodka con naranja y se unieron a otro grupo de mujeres, todas ellas sin hiyab. Mi compañero de piso pidió una Coca-Cola y yo una cerveza y una raya de cocaína. Hacía tiempo que no probaba el polvo blanco y me sentó de maravilla. Ali me dijo que tenía que hablar con los organizadores y me dejó solo. Fue un alivio para ambos, después de tantas horas juntos.
La cocaína siempre me ha soltado la lengua, y aquella noche no fue una excepción. Me dediqué a vagar por la fiesta hablando con unos y con otros. El ambiente era distendido y amistoso, aunque apestaba a política por todas partes. Me junté con un joven de mi edad llamado Arashk. Había venido solo. Me contó que vivía en la Torre Internacional de Teherán, la más alta y una de las más lujosas del país. Me invitó a varias rondas de cerveza y cocaína (resultó que coincidíamos en gustos). Llevaba un revólver antiguo, de los tiempos del Sha. De hecho, era un ferviente admirador del emperador, aunque reconocía que “los nuevos tiempos requerían nuevos gobiernos”. La Revolución de 1979 le parecía el principio del fin. “Tuvimos que elegir entre lo malo y lo peor”, me dijo. “Grupos marxistas, financiados por la Unión Soviética, y extremistas religiosos unidos por una causa común: cargarse al Sha. Ganara quien ganara, los iranís perdíamos. Esta vez elegiremos mejor a nuestro aliado para la Revolución”. Estuve con él bastante tiempo, hasta que una chica se interpuso entre nosotros y Arashk se fue con ella. No le culpo por ello.
Hubo otra banda de música, muy parecida a la anterior. En mitad de los conciertos, salían espontáneos al escenario a gritar consignas como “¡viva la libertad!”, “¡abajo la propaganda comunista de la embajada!” o “¡muerte a Jomeini!”. Hacia las once de la noche, una chica joven rompió por fin con la tónica musical de la noche. Acompañada de su setar, entonó una canción tradicional persa. Su voz nos conmovió a todos. Al terminar, gritó: “¡Quema de velos!”. Bajó del escenario de un salto y se dirigió hacia la salida. Nadie quería perderse el espectáculo, así que todos la seguimos. Afuera hacía ya bastante frío, pero no nos importó. Íbamos en manga corta, como si tal cosa. En un visto y no visto, se organizó una montaña de velos sobre la arena. La cantante sacó un mechero y le prendió fuego. Hubo vítores y aplausos. Un hombre con una cámara de vídeo lo grabó todo.
A partir de ese momento, la fiesta se fue de madre. El alcohol y las drogas hicieron su efecto, y vi algunas escenas que jamás pensé contemplar en mi país: hombres y mujeres (incluidas parejas del mismo sexo), besándose apasionadamente y tocándose por los rincones; campeonatos de tiro con botellas de cristal en mitad del desierto; debates acalorados sobre temas prohibidos: eutanasia, tenencia de armas, prostitución, aborto, etc. Y, por increíble que parezca, ni una pelea, ni un solo signo de violencia no verbal… hasta que Jaleh subió al escenario.
Con el chador puesto no la reconocí en un principio. Por la forma de caminar y de coger el micro, comprendí que había tomado algo más que vodka con naranja. Todos pensamos que iba a repetir alguna de las consignas pro-americanas. Pero nos quedamos helados al escuchar sus palabras:
–Yo, Jaleh, elijo morir por la libertad.
Acto seguido, sacó una pistola de los pliegues del chador. La carpa se quedó muda. Varias personas de la Organización, incluidos Ali y Azar, subieron al escenario a trompicones. Fue su amiga quien tomó el micro para decir:
–¿Estás segura de que quieres hacerlo, hermana mía?
Jaleh asintió con la cabeza. Se fundieron en un abrazo y yo me estremecí.
–Entonces nadie puede impedírtelo. Cada uno debe elegir libremente qué hacer con su vida.
Hubo algunos aplausos. Ali tomó la palabra.
–Está bajo los efectos de las drogas. No es consciente de sus actos.
–¿Crees que esto es una ocurrencia del momento? –dijo Azar, muy enfadada–. Mi hermana lleva años pensando en quitarse la vida. Desde el día en que se casó con un hombre que apenas la deja salir de casa. Pero no quería que su muerte fuera en vano. Quería que tuviera un efecto político. Por eso vamos a grabarlo en vídeo y a difundirlo. Y a quien no le guste, que no mire.
Hubo vítores y aplausos, especialmente entre el sector femenino. Ali volvió a coger el micro:
–La muerte es irreversible. No voy a dejar que se mate estando drogada. Que lo haga mañana por la mañana, si sigue pensando lo mismo.
–¡Mi hermana no va a aguantar que más hombres le digan lo que tiene que hacer! Va a hacer lo que le dé la gana y cuando le dé la gana. ¿Qué quieres hacer, hermana?
Jaleh tardó un par de segundos en responder.
–Yo, Jaleh, elijo morir por la libertad –repitió, con el mismo tono que la vez anterior–. Y quiero que lo grabéis en vídeo.
Ali intentó establecer contacto visual con otros miembros de la Organización. No lo consiguió: todos miraban al suelo.
–Así sea –sentenció.
Jaleh se quedó sola con su revolver en el escenario.
–Yo, Jaleh, elijo morir por la libertad. –Se desprendió del chador. Lo lanzó al suelo y lo pisoteó. –Elijo morir por mi libertad y por la de todas las mujeres de este país.
En ese momento se escucharon los helicópteros. Las luces iluminaron el techo de la carpa y un grupo de militares armados irrumpieron al grito de “¡al suelo!”. Obedecimos sin oponer resistencia. Habíamos sido chicos malos y papá Jomeini nos había descubierto. Ahora tocaba esperar el castigo con la mayor entereza posible.
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Teherán es una ciudad maravillosa. Echo de menos las luces y los árboles de la avenida Vasil y el kebab del restaurante de la esquina y las vistas desde la torre de Milad y el helado de pistacho y los restaurantes al pie de las montañas que rodean la ciudad. Echo de menos hasta conducir mi viejo SAIPA Saba.
Antes de perder definitivamente la cabeza, Nietzsche solía pasear por las montañas de Suiza. Para él era “un vicio” empezar a leer “al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza”. ¿Y qué otra cosa podemos hacer aquí encerrados? Sólo tenemos acceso al Corán, a las Sunnas y al Tozihol Masael de Jomeini, pero algo es algo. Ali, mi compañero de piso y ahora de celda, se lo está tomando demasiado en serio. Se ha dejado crecer la barba y viste como un imán. Cada vez tiene más seguidores entre los detenidos de la rave. Otros se han unido al Partido comunista Tudeh, con gran presencia en prisión desde tiempos del Sha. Unos pocos se mantienen fieles a sus ideales libertarios. Para mí no hay demasiada diferencia entre unos y otros. Nietzsche, mi único maestro, ya lo predijo. Con la muerte de dios, vendrá el nihilismo y adoptará diferentes formas.