Mi remedio contra la crisis
Durante la primera parte de este arte artículo, me dediqué a analizar a fondo el fenómeno de la crisis de los 30. Al terminar, dos preguntas aparentemente inconexas quedaron en el aire. ¿Merece la pena empezar a escribir después de los 30 y por cauces no habituales (sin haber devorado cientos de libros previamente)? ¿Cuál es mi remedio contra la crisis? Llegados a este punto, ya no puedo seguir ocultando lo evidente.
En esta segunda parte, voy a hablaros de la escritura como remedio contra la crisis de los 30. Antes de ponerme manos a la obra, me gustaría hacer dos puntualizaciones. Obviamente existen muchos otros remedios, y el mío no tiene por qué servir para todo el mundo (si alguien conoce un remedio universal, que me lo haga saber). Lo he elegido porque a mí me funciona y porque es el que mejor conozco. Por otro lado, quiero centrarme en las propiedades específicas de la escritura sobre un sector muy concreto: quienes buscan acercarse a ella a partir de los 30 años y por cauces no habituales. Soy consciente de que camino sobre un terreno resbaladizo, donde los límites son borrosos, pero no por ello voy a echarme para atrás. Aclarados estos dos puntos, empecemos.
Dos consideraciones previas
Paciencia con la gramática y la ortografía
Existen dos formas de aprender a escribir correctamente. La primera es tener un buen profesor de lengua en el colegio. Al parecer yo la tuve, aunque mi recuerdo (sin duda distorsionado por sus lanzamientos de tiza al grito de “¡Que te atizo!”) es justamente el contrario. ¿Por qué afirmo entonces que fue una buena profesora? Porque un antiguo compañero de colegio (abogado en la actualidad) me lo dijo el año pasado: “Es curioso, Chinaski. Prácticamente no he leído un libro en mi vida y no pongo ni una falta de ortografía. Desde luego tuvimos una buena profesora de lengua”.
La segunda forma de aprender a escribir es leer mucho, y mi anécdota involucra también a un abogado. Ocurrió el verano pasado en la academia donde trabajo como profesor. Una mañana entró por la puerta un señor trajeado, en edad de jubilarse, con una extraña petición: “Quiero aprender a escribir”. Ante mi mirada de extrañeza, añadió: “Me refiero a escribir correctamente. Soy abogado, pero toda mi vida he tenido una secretaria y yo me he limitado a dictar”. A pesar de su buena voluntad y la mía, no conseguimos avanzar mucho. Al cabo de un mes se desapuntó, muy agradecido por mi esfuerzo, pero resignado a que “la cosa iba a ser más complicada de lo que había pensado”.
No voy a engañarte, treintañero. Si no cumples mis dos requisitos, tendrás que esforzarte mucho más. Pero no desesperes. Tu capacidad de aprendizaje no tiene por qué haber mermado desde los 20 (palabra de treintañero-universitario). Y, aunque los cumplas, no te confíes. La ortografía y la gramática tienen un montón de recovecos que no descubrirás hasta que empieces a escribir (siento decirte que el corrector de Word NO es infalible). Si no me crees, coge un libro de tu estantería y sumérgete en el apasionante mundo de los guiones dentro de un diálogo.
Uno no empieza escribiendo bestsellers
Muchas personas asocian literatura con novela. Cuando piensan en libros, se les viene a la cabeza un ladrillo de más de mil páginas y tapa dura (concretamente Los pilares de la tierra). Involucrarse en un proyecto de ese tipo echa para atrás a cualquiera, incluido a mí.
Nadie empieza siendo un escritor de best-sellers. El propio Ken Follet no alcanzó la fama hasta que cumplió los 39 años (probablemente tras superar su propia crisis de los 30). Previamente había sido periodista y editor, y oficialmente se inició en la literatura con los relatos cortos. Digo oficialmente porque es probable que empezara escribiendo sobre algún desengaño amoroso o sobre las diferencias entre las catedrales de Cardiff y de Londres (ya que tanto le interesa el asunto).
Siguiendo con la temática arquitectónica, no se empieza una catedral por la torre. Mi primer escrito fue un breve “ensayo argumentativo” sobre la imposibilidad de trabar una amistad desinteresada con la chica que te gusta. El segundo, una serie de consejos para sobrellevar una resaca. Luego vinieron los poemas experienciales, los relatos autobiográficos, las memorias sobre mi paso por la universidad en clave de parodia, etc, etc. Antes de empezar a escribir “en serio”, uno debe probar con un montón de géneros y subgéneros. Los arquitectos dedican, como mínimo, seis años de su vida a hacer maquetas y planos que terminarán en el cubo de la basura. ¿Por qué un escritor iba a ser diferente?
La travesía por el desierto
El doctor Robinson, cuyo Modelo Holístico de la crisis de los 30 desgrané a fondo en mi anterior artículo, afirma en que “un 16% de la muestra no encajaba en su modelo, y la mitad de estas discrepancias tenían que ver con el hecho de que dichos individuos no experimentaban un progreso durante la crisis”. Entre las causas de semejante fracaso, señala dos efectos interesantes:
El bucle del avance rápido sucede cuando “la persona salta directamente de la fase de la separación a la de reconstrucción, sin pasar por el break y la exploración” (el famoso “efecto liana”, consistente en empalmar una pareja o un trabajo con otro).
El bucle de la recaída se produce cuando “la persona adquiere nuevos compromisos, creyendo que así va a solucionar su crisis, pero esto le lleva […] a la sensación de estar atrapado de nuevo” (y con razón: todos conocemos a alguien que “rehace” su vida con una persona calcada a su ex).
En ambos casos, resulta evidente que los sujetos se precipitaron. Al verse atrapados, tomaron decisiones erróneas, y el resultado no fue otro que retroceder a la casilla de salida. Y lo que es peor: sin ganas de volver a lanzar el dado.
Las crisis son, por definición, periodos pasajeros, y la de los 30 no es una excepción. Todos hemos tenido semanas o meses en que lo vemos todo negro, y de pronto un día las cosas vuelven a su cauce. Tomar decisiones irreversibles en momentos de fragilidad emocional no parece la mejor opción. No digo que no debamos dar un giro a nuestras vidas si realmente nos vemos atrapados, sino que hay que estar convencidos y mentalizados para la travesía por el desierto que nos espera. Antes de empezar, debemos ser conscientes de que el diablo nos tentará de todas las maneras posibles.
Y aquí mi remedio puede jugar un papel fundamental. La escritura no es un proceso irreversible (y menos aún en las primeras etapas). Más allá de la imagen romántica, el porcentaje de escritores que lo dejan TODO por la literatura es anecdótico. La inmensa mayoría tienen una seguridad económica, ya sea adquirida con su esfuerzo o heredada. La escritura nos enseña a ser pacientes y a no precipitarnos. Si te sientes atrapado, ponte a escribir. Te ayudará a aclarar las ideas, incluso a tomar la decisión adecuada. Y si finalmente eliges caminar por desierto, no olvides coger un cuaderno y un bolígrafo (metafóricamente hablando). Así, cuando aparezca el diablo, tendrás un arma poderosa con la que enfrentarte a él. El doctor Robinson te agradecerá que no estropees su modelo volviendo a la casilla de salida.
Escribir es explorar
La fase de exploración me parece imprescindible. Personalmente, soy un firme defensor del “quemar” cada etapa de la vida para no arrepentirnos a posteriori. Dicho esto, la exploración no puede convertirse en un objetivo vital a largo plazo. Su carácter puramente hedonista (y en muchos casos autodestructivo) hará que con el tiempo nos sintamos vacíos. Tampoco debemos descartar otro efecto a largo plazo: la monotonía de la novedad constante.
Cuando pensamos en la fase de exploración, se nos vienen a la mente actividades intensas como el sexo, las drogas o los viajes. ¿Y por qué no la literatura? Escribir es explorar. Escribir es un objetivo vital a largo plazo. Escribir es un proyecto inabarcable, una razón para despertarse cada mañana. Escribir es constructivo, no (auto)destructivo. Aporrear un teclado es absolutamente rutinario desde un punto de vista físico, pero mentalmente jamás se siente como tal. Si decides explorar, ten en cuenta todas estas consideraciones.
La escritura frente a los remedios pasivos de los psicólogos
1. Desmitifica la juventud
Mi única forma de desmitificar la juventud es no pisar la calle. Cada vez que lo hago, me encuentro a todos esos veinteañeros jóvenes y guapos, bebiendo cervezas despreocupadamente. Por las noches vuelvo a casa deprimido, bajo las persianas (para no verles ni escucharles) y me meto en la cama sin cenar. Pero, a la mañana siguiente, mientras ellos luchan contra su dolor de cabeza, su sed perpetua y sus remordimientos (si es que conocen esa palabra), yo amanezco con una sonrisa en la cara. Me sirvo un vaso de café, enciendo mi ordenador portátil y me pongo a escribir con las persianas bajadas (por si algún despistado no se ha acostado todavía). Así, durante dos horas al día, entro en un universo en el que se detiene el tiempo y no sé la edad que tengo ni me importa. La escritura es el secreto de la eterna juventud.
Además, los 30 es una buena etapa para empezar a escribir. Por un lado, hemos dejado ya el romanticismo, la cursilería y la pomposidad de la adolescencia y la postadolescencia. Por otro, no hemos caído todavía en el cinismo de la mediana edad. Hemos adquirido algo de experiencia sobre la vida y una capacidad de reflexión impensable a los 20. A los 30 tenemos algo que contar y conservamos la energía para hacerlo.
2. Aprende a asumir el duelo
Henry Miller dijo que “la mejor forma de olvidar a una mujer es volcarla sobre un papel”. Si entendemos el duelo en un sentido amplio, que incluya cualquier tipo de pérdida, la frase cobra un sentido universal.
Cuando Buda abandonó su lujoso palacio, contempló por primera vez la enfermedad, la vejez y la muerte. Algo similar nos ocurre en la década de los 30. Se nos van nuestros seres queridos. Rompemos con nuestro primer amor del instituto. Nos alejamos de algunos viejos amigos. La lista de pérdidas es interminable, y en esto la veteranía no es un grado. Mi posición al respecto es absolutamente pesimista: el modo de lidiar con las pérdidas depende de nuestra manera de ser más profunda. Nada ni nadie puede ayudarnos a cambiar eso.
La escritura tampoco va a ayudarnos, pero puede hacer dos cosas importantes: sublimar el dolor en algo bello e inmortalizar a esas personas. No es fácil sentarse a escribir en momentos dolorosos, pero a la larga nos alegraremos de haberlo hecho. Baste como ejemplo la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández.
3. Estar solo no es un drama
Uno de los detonantes de la crisis de los 30 es el hecho de estar solo. La gente de tu entorno encuentra pareja, empiezan a llegar los hijos y los planes con tus amigos cambian de forma radical. Inevitablemente, acabas convertido en un hater de las relaciones de pareja; en la típica persona que, cuando se emborracha, pregunta a sus amigos si “siguen enamorados como el primer día”. Para demostrar a todo el mundo lo bien que se está solo, entras en una vorágine de citas en Tinder, cuyo único objetivo es encontrar a alguien con quien acudir a las cenas de pareja que organizan tus amigos.
¿Y si en vez de escribir a gente por Tinder te dedicaras a ESCRIBIR con mayúsculas? La soledad es uno de los bienes más preciados para un escritor. Una vida social o sexual activa o una pareja (no hablemos ya de los hijos) te exigen un montón de tiempo que, inevitablemente, le quitas a la escritura.
El escritor Sergi Pamies dijo en una entrevista que “escribió novelas hasta que vivió en pareja”, ya que “no tenía tanta energía para atender dos matrimonios a la vez”. Desde entonces, “se centró en su matrimonio real y tuvo sus líos y promiscuidades con los cuentos”. Ahora, si me disculpáis, quiero lidiar a solas con mi crisis de los 30.