“¿Por qué no me enseñas ese París —dijo—, sobre el que has escrito?”. Lo que sé es que, al recordar esas palabras, comprendí de repente la imposibilidad de revelarle nunca aquel París que yo había llegado a conocer, el París cuyos arrondissements son imprecisos, un París que nunca ha existido excepto en virtud de mi soledad.
HENRY MILLER, “Trópico de Cáncer”
En mis inicios como guía turístico, solía decir chorradas como que “el protagonista de los tours no era yo, sino París”. Así, en lugar de centrarme en los detalles que de verdad interesan a los turistas (cuántos años llevo en esta ciudad, en qué arrondissement vivo, cuántos metros cuadrados tiene mi piso, cuánto pago por el alquiler, qué porcentaje de mis propinas se queda la empresa del paraguas), les aburría con historias manidas sobre reyes, jacobinos, emperadores y artistas bohemios.
Demostraba unos conocimientos muy limitados de la psicología del turista, que en ningún caso busca que le ilustres con datos, por curiosos o interesantes que sean (para eso tiene la Wikipedia y las guías turísticas), sino que le entretengas. Y no le vale con ver cómo te humillas al recordarle que tu sustento depende de sus propinas, cómo te insulta la gente local por obstruir el paso, cómo te hielas las manos al sujetar el maldito paraguas. Para un entretenimiento completo, el turista necesita conocer tus miserias, volver a casa con la sensación de que hay vidas mucho peores que la suya.
Mi historia comienza en el Café des officiers, un restaurante junto a la Place de l’École Militaire, en el arrondissement 7. Llevaba dos meses en París, viviendo en un régimen de máxima austeridad (no había comido fuera de mi apartahotel ni una sola vez). Me había instalado en Bagneux, en el departamento de los barrios del Sena, al sur de la ciudad. Como residente, pagaba 200 euros semanales por una habitación de apartahotel de 20 metros cuadrados con cocinita.
Elegí el Café des officiers por puro azar. Aprovechando el día soleado, decidí pasear a la salida del trabajo. Al pasar por delante, me detuve. Era la típica terraza parisina, cubierta con un toldo. Podría haber parado en cualquier otro restaurante de aspecto similar, pero lo hice justo ahí.
Un camarero se me acercó en cuanto puse un pie en la terraza. Era de media estatura, moreno, barrigón, con un bigote algo ridículo. Me recibió con una amabilidad algo distante y una sonrisa que no acababa de materializarse. Me acompañó hasta una mesa situada en la esquina, me ofreció la carta y permaneció de pie frente a mí. La ojeé rápidamente y me decanté por el boeuf bourguignon. “El menú incluye un postre”, me explicó. No entendí muy bien si me estaba informando o si quería que lo pidiera en ese momento. “Crème brûlée, s’il vous plaît”, respondí. Tomó nota y volvió al interior del restaurante.
Mientras esperaba, eché un vistazo a los platos de las demás mesas. Las raciones no eran demasiado abundantes para lo que costaban, pero todo tenía muy buena pinta. Además, me encontraba de un humor excelente. Brillaba el sol en París y yo acababa de cobrar mi primer cheque (trabajaba como botones en un hotel cercano, ganaba 1200 euros al mes). Estaba convencido de que mis días de miseria habían terminado. A aquel primer sueldo le seguirían otros. Pronto me mudaría a un piso más cerca del centro, entraría en la gloriosa espiral de los arrondissements.
Pensaba que solo un hecho terrible (un despido fulminante, un atraco violento) podría arruinar aquel día. Por eso, cuando el camarero se acercó a mi mesa y puso sobre ella un plato vacío, me costó procesarlo. ¿Cómo iba un simple plato a echar por tierra mi buen humor? Incluso después de haberme deseado “bon apetit” y de desaparecer de mi vista, yo seguía sonriendo como un idiota.
La sonrisa se fue difuminando al ver que el camarero no venía con la comida. Hecho de porcelana blanca, con ribetes azules en los bordes, el plato seguía vacío después de un tiempo más que prudencial. Ninguna cazuelita humeante de boeuf bourguignon vino a hacerle compañía.
Esperé un poco más antes de avisar al camarero. Le pregunté por mi comida y me miró un poco extrañado. “Boeuf bourguignon, monsieur”, me dijo, señalando a mi plato vacío. “Boeuf bourguignon”. Miré a mi alrededor. Cada cliente seguía a lo suyo. No había indicios de que aquello fuera una cámara oculta o una broma de mis compañeros del hotel, pero… “Esto es un plato vacío…”, dije torpemente. “Boeuf bourguignon”, insistió el camarero, ya más molesto que sorprendido.
Volvió a alejarse y yo me quedé paralizado, mirando embobado el plato, recorriendo con el dedo los ribetes azules. Pasados unos minutos, abandoné toda esperanza de recibir mi carne. “¿Paso directamente al postre?”, me pregunté. “¿Y si tampoco me lo traen?”, pensé a continuación. La posibilidad de una doble humillación se me antojó insoportable, así que me levanté de la silla y me encaminé hacia la puerta. El camarero me interceptó. “¿No va a pedir la crème brûlée?”, me preguntó. “Va incluida en el menú”. Negué con la cabeza, aparté la mirada y seguí caminando.
Vino detrás de mí, acelerando el paso. Justo antes de alcanzar la puerta, me agarró del brazo. Me puso la cuenta en la mano. ¿En qué momento la había impreso? ¿La tenía preparada de antemano, por si yo intentaba escaparme sin pagar? Una idea absurda, sencillamente ridícula, aunque era exactamente lo que estaba haciendo… Aturullado por la situación, saqué la cartera y pagué 12 euros por un plato vacío y un trauma que habría de durarme mucho tiempo.
Durante dos años no me atreví a volver al Café des officiers. Para entonces, mi situación personal había mejorado bastante. Me habían ascendido a jefe de la recepción (ganaba 1600 euros mensuales) y me había mudado a un piso en el arrondisement 12 (35 metros cuadrados, 1000 euros al mes). Había mejorado mi nivel de mi francés y hecho algunas amistades. ¡Había tenido incluso un breve affaire con una parisina!
En aquellos dos años, no solo no había vuelto por el Café des officiers, sino que no me había atrevido a atravesar la Place de l’École Militaire. Había tenido además varias pesadillas en las que yo era un ser diminuto entrando al restaurante. En unas, el camarero me aplastaba con su bota; en otras, me cogía de la camisa con dos dedos y me colocaba en el plato, en la zona de los ribetes azules (yo daba vueltas y vueltas tratando de salir de aquel laberinto). También había noches en las que soñaba que no me dejaban entrar, o que, caminando por cualquier calle de París, doblaba una esquina y me daba de bruces con la Place de l’École Militaire.
Una mañana, al despertar de una de aquellas pesadillas, decidí que era el momento de enfrentarme a mi trauma. Tenía ese pensamiento a menudo, pero se esfumaba enseguida. Por eso decidí coger el teléfono y reservar una mesa para esa misma noche.
¿Me tocaría el mismo camarero? Me lo pregunté varias veces durante el día. Por un lado, deseaba que no estuviera. Servir platos vacíos a personas aleatorias no podía ser la política de empresa del Café des officiers; claramente se trataba de algo personal, de una animadversión de ese camarero contra mí. Por otro lado, para superar un trauma hay que afrontarlo directamente; no vale con coger atajos o sucedáneos.
Me temblaron un poco las piernas al verle de nuevo, con su ridículo, su piel morena, su barrigón. No me reconoció (o esa fue mi primera impresión). Me ofreció exactamente la misma mesa, en la esquina de la terraza. Me dio la carta y permaneció a mi lado hasta que pedí mi boeuf bourguignon. Me recordó que había postre, le dije que necesitaba pensármelo. Él insistió: “El postre va incluido”. Nuestros ojos se encontraron. Traté de aguantarle la mirada, pero finalmente cedí. Sobra decir que me decanté por la crème brûlée.
Volvió a los diez minutos con un plato vacío. Era la misma pieza blanca, de porcelana, con los ribetes azules en los bordes. “El plato está vacío”, le dije inmediatamente. “¿A qué se refiere, monsieur?”. “Está vacío. Traígame mi boeuf bourguignon”, insistí, tratando de sonar amenazante.“Boeuf bourguignon”, repitió. Se dio media vuelta y no supe cómo detenerle. Esta vez no estaba dispuesto a prolongar la humillación, así que pagué la comida (dejé dos euros de propina) y salí del restaurante.
A veces atribuimos significados ocultos a las cosas que nos suceden. Ocurre especialmente con los momentos malos. Creo que es algo instintivo, una especie de mecanismo de defensa. Nuestro cerebro rechaza la idea de que tanto dolor, tanta humillación, tanto tiempo perdido, no hayan servido para nada. Queremos extraer una moraleja, una enseñanza.
A raíz del segundo encuentro en el Café des officiers, cambié de trabajo. Decidí que era el momento de dedicarme a lo que realmente me gusta, que es contar historias. Las primeras trataban sobre reyes, jacobinos, emperadores y artistas bohemios. Historias manidas que todos podéis encontrar en Wikipedia y en vuestras guías turísticas.
Pero el tiempo me ha enseñado que no son esas historias las que queréis escuchar. El protagonista de este tour no es París, sino yo. Los palacios, la guillotina, las guerras y las vanguardias artísticas os importan un bledo: os morís por saber si sigo volviendo cada año al Café des officiers, en una especie de romería masoquista; si alguna vez le he estampado el plato en la cara al camarero o si lo asesiné con mis propias manos; si logré, a base de incontables humillaciones, que me sirvieran el boeuf bourguignon y la crème brûlée.
Buscáis una moraleja, una enseñanza, pero no la hay. Si esta historia contiene algún significado oculto lo desconozco por completo. Además, lo que os trajo a este tour no fue escuchar una historia sobre un plato vacío, sino saber qué porcentaje de mis propinas se queda la empresa del paraguas. A esta pregunta tampoco puedo responderos. Lo que puedo aseguraros es que percibo un porcentaje excesivamente pequeño. Espero, por tanto, que seáis generosos con vuestras donaciones voluntarias. Un piso de 70 metros cuadrados en el arrondissement 7, frente a la Place de l’École Militaire, no se paga solo (cuesta 1250 euros al mes). Y mi sustento, la posibilidad de seguir contando historias, manidas o no, depende íntegramente de vuestras propinas.