Me resultas muy familiar. Quizás nos conocimos en otra vida.
Ruby Sparks (película)
Uno de los grandes retos a los que se enfrenta todo escritor es el de cómo crear personajes. ¿Debo inventarlos desde cero o inspirarme en personas que conozco? En realidad, es un falso dilema, ya que nada se crea desde la nada. En cualquier caso, si te decantas por la segunda opción, intenta que tu personaje no funcione por afinidad o por oposición a tu álter-ego (véase mi artículo 4 errores que cometí con mi primera novela).
Si, por el contrario, decides crear un personaje “desde cero”, haz espacio en tu mochila, pues cargarás con unas cuantas preguntas a lo largo de todo el proceso: ¿Es creíble mi personaje? ¿No lo estaré caricaturizado? ¿Podría existir alguien así en la vida real? Mi consejo es que te dejes llevar. Enséñale a caminar y ayúdale a encontrar su propia voz; luego, limítate a seguirle a una distancia prudencial desde la que puedas ver lo que hace y escuchar lo que dice. Este artículo, basado en mi propia experiencia, trata de dos encuentros que tuve en la vida real con dos de mis personajes.
Abbadón el exterminador y Rayuela (1)
En Abaddón el exterminador, el alter-ego de Ernesto Sabato se encuentra por las calles de Buenos Aires a personajes de sus novelas anteriores. Tras la publicación de Rayuela, Julio Cortázar asistió atónito a la aparición de miles de mujeres que afirmaban ser La Maga.
Quisiera aclarar desde un principio que no utilizo estos ejemplos para reforzar mi tesis de un modo positivo, sino negativo: con ellos pretendo delinear los límites de lo que NO considero crear personajes que cobran vida. Pudiera parecer extraño proceder de este modo, pero no lo es tanto si nos asomamos a las grandes religiones orientales, donde conceptos tan importantes como el Tao y el Nirvana se definen por lo que NO son.
Partiré además de una posición estrictamente antropológica, ya que los animales son incapaces de crear, mientras que dios es el creador por excelencia. Sólo los seres humanos podemos inventar personajes que quizás cobren vida, disponiendo además de criterios racionales y objetivos para discernir en cada caso. Por otro lado, estamos dotados de una subjetividad que deforma la realidad; en otras palabras: nos engañamos a nosotros mismos y a los demás. He agrupado dichos agentes distorsionadores en dos grupos claramente diferenciados: el propio autor y los lectores.
Y una última puntualización, para evitar interpretaciones erróneas. No estoy acusando a Sabato ni a Cortázar de pretender engañar a nadie. He elegido estos dos ejemplos, simplemente, porque me parece que pueden ayudar a la tesis que quiero defender. Dicho esto, pongámonos manos a la obra.
Abbadón el exterminador y Rayuela (2)
Abaddón el exterminador es una novela altamente simbólica y, por lo tanto, sujeta a múltiples interpretaciones. En este artículo analizaremos únicamente las quijotescas visiones del protagonista. Efectivamente, al colocar a su alter-ego en un estado permanente de semialucinación y paranoia, el autor deja bien claro que no debemos tomarnos dichas visiones de forma literal. Este argumento queda reforzado por el hecho de que Sabato se tope con varios personajes (Juan Pablo Castel, María Iribarrne, Vidal Olmos) en días consecutivos o incluso simultáneamente. La acumulación de encuentros quita verosimilitud a lo narrado, o mejor dicho, le dota de un carácter simbólico (si leemos que alguien ha acertado una vez el pleno al quince, nos lo tomaremos al pie de la letra; si resulta que gana la quiniela todas las semanas, intuiremos que los tiros van por otro lado). Cuando el autor desea creer que está viendo a un personaje sobre el que escribió, su subjetividad está distorsionando la realidad, anulando la posibilidad de hablar de una creación que cobra vida.
Reencuentros con viejos amigos
Jóvenes escoceses
Analicemos ahora dos ejemplos de mi propia experiencia. Hace algunos veranos me fui a trabajar en un pequeño pueblo junto al lago Ness. Por razones que no vienen al caso, mi jefe me despidió a las pocas semanas, obligándome a abandonar su hostel inmediatamente. A la mañana siguiente, mientras esperaba el autobús en la estación de Inverness, mi agitada mente imaginó un encuentro con un escocés de diecinueve años. El chico en cuestión estaba a punto de volver a la universidad de Londres (donde estudiaba literatura) después de haber pasado el verano visitando a su familia. Un aspirante a escritor como él quedaba profundamente impresionado tras conocer a alguien como yo, sin dinero y sin futuro, abocado a un incierto destino en el Noroeste de Escocia. Durante su largo trayecto en autobús, se planteaba seriamente si no debería estar viviendo experiencias como su nuevo ídolo (yo), en lugar de perder el tiempo en la universidad. Sintiendo la llamada de la inspiración, sacaba de su maleta un cuaderno y un bolígrafo y escribía su primer cuento, en el cual relataba nuestro encuentro.
Dos años después conocí en Myanmar a Sean, un escocés de diecinueve años que estudiaba periodismo en la universidad de Edimburgo. Después de un par de días viajando juntos, durante un trayecto en tren desde Pyin U Lwin a Mandalay, Sean me confesó su admiración por la vida que yo llevaba. Al regresar al Reino Unido me envío un extenso email, del cual he seleccionado y traducido el siguiente fragmento: “Aparte de visitar a mi familia no he hecho absolutamente nada que valga la pena desde que volví, lo cual es bastante deprimente. ¡Echo de menos la libertad, el campo y las personas de la que disfrutas cuando viajas! Estoy pensando en hacer un viaje al Noroeste de Escocia para respirar aire fresco antes de volver a la universidad (si vuelvo a la universidad)”.
¿Podemos hablar aquí de un personaje que cobró vida? Desde el punto de vista del lector no hay distorsión posible, ya que nunca llegué a escribir mi encuentro imaginario en aquella estación de autobuses. En cuanto al autor, dudo que nadie se atreva a insinuar que viajé a Myanmar expresamente para conocer a un escocés de diecinueve años. Sin embargo, sí se me podría acusar de haber tratado de impresionar a Sean con mi biografía, buscando provocar en él una reacción concreta. Puedo asegurar tajantemente que no fue así, al menos en un plano consciente. Y es que, hasta que no recibí aquel email, no caí en la cuenta de que los dos escoceses (el real y el inventado) compartían, entre otras muchas cosas, una misma visión idealizada sobre mí.
Génesis de una novela
Durante el mismo viaje por el Sudeste Asiático viví otra experiencia digna de ser relatada. Ésta tuvo además una utilidad práctica e importantes consecuencias para mi carrera como escritor.
Una mañana me desperté en Vientián, sentado en la terraza de un hostel que no era el mío. Al otro lado de mi mesa había un tipo musculoso y con la cabeza rapada fumándose un porro. Los acontecimientos se sucedieron rápidamente, y mi mente seguía tan embotada por los excesos de la noche anterior, que no puedo determinar el momento exacto en que tuve la gran revelación: Moisés, personaje secundario de mi primera novela, había cobrado vida; es más, ¡había venido a conocerme personalmente!
Además del enorme parecido físico, el tipo poseía esa mezcla de don de gentes y agresividad. No le costó demasiado convencerme para que le acompañara a la habitación de su hotel (un escritor huele una buena historia). Dentro había una jovencísima ladyboy laosiana, fumando cristal mientras esperaba a dos prostitutas amigas suyas que jamás aparecieron.
De la relación entre mi cicerone y la chica, tierna como la de dos hermanos, tensa como la de dos socios cuyo negocio está a punto de hundirse, separada por un abismo cultural y personal, contradictoria como la vida misma, surgió la pregunta de la que nacería Los extranjeros, mi segunda novela: ¿Y si Moisés viniera al Sudeste Asiático para volver a traficar? En una especie de trabajo en equipo telepático, mi imaginación me había proporcionado un personaje, y la realidad una madeja de hilo que desenvolver.
Quisiera terminar con una suposición: ¿Y si no hubiera dado vida a Moisés antes de conocer a aquel colombiano? Lo más probable es que aquella mañana hubiera quedado reducida a un relato breve, o quizás ni eso. Pero la sensación de reencontrarme con un “viejo amigo” en circunstancias tan peculiares disparó mi curiosidad:
¿Por qué había renunciado Moisés al futuro feliz que yo le había proporcionado en Ibiza; una vida en la que el amor y el trabajo honrado sustituían a las drogas? ¿Por qué había elegido un lugar como Vientián? ¿Qué había ocurrido en esa habitación de hotel antes de que yo llegara? ¿Qué pasaría después? ¿Quiénes eran esas prostitutas que nunca aparecieron? ¿Hacia dónde evolucionaría la relación entre Moisés y la joven ladyboy?
Dos semanas más tarde, una intoxicación alimenticia me obligó a recluirme durante varios días en un hostel de Nom Pen. Sin otra cosa que hacer que escribir, me embarqué en una novela capaz de dar respuesta a todas esas preguntas y algunas otras. Así nació Los extranjeros.