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En un café de París

América ha dado solamente tres grandes escritores: Mark Twain, J.D. Salinger y yo.

JONATHAN FLYNN

Miré alrededor mío y supe que estaba en París. Me encontraba en una pequeña plaza, sentado en un banco. Mi mano derecha sostenía un libro y la izquierda descansaba en mi bolsillo a causa del frío.

De pronto un transeúnte atrajo mi atención. Su ropa estaba destrozada por el paso de los años y portaba una maleta de cartón con lo que parecían sus únicas pertenencias. Intentaba protegerse del frío cubriéndose el cuello con su raído abrigo. Su pelo, largo y canoso, asomaba bajo un sombrero impermeable. Llevaba meses sin afeitarse. Aparentaba entre sesenta y cinco y setenta, aunque es probable que fuera más joven. A pesar de no haberle visto nunca, tenía exactamente la cara y el aspecto con los que yo lo imaginaba, por lo que supe de inmediato quién era: Jonathan Flynn, el antihéroe del libro Otra mierda de noche en esta puta ciudad.

Una ráfaga de viento proveniente de un conducto de respiración abrió su maleta. Además de algunas prendas de ropa, salieron volando unos cuantos folios. Quiso la casualidad que uno de ellos viniera a parar a mis pies. Me agaché a recogerlo y mis ojos se posaron en las palabras escritas en la parte superior: “LA GRAN NOVELA AMERICANA, por Jonathan Flynn”. El resto del folio estaba en blanco.

Alcé la cabeza y vi a Jonathan tratando de juntar sus pertenencias con ayuda de un viandante. Era un hombre de unos cincuenta años, baja estatura, traje marrón bien planchado, gafas de montura gruesa y una pipa en la boca. No me costó reconocer al filósofo francés Jean-Paul Sartre.

Se había establecido entre ellos una conversación en español. Jonathan trataba a Sartre con un respeto excesivo, viendo seguramente en él a un parisino rico al que sablear unos cuantos euros. Sartre, por su parte, debía de sentir por Jonathan una mezcla de curiosidad y lástima. “¿Me dejas que te invite a un café?”, le preguntó. Jonathan miró su reloj y contestó que “aunque tenía un compromiso importante en una hora, sería un placer aceptar la invitación”. Decidí que no podía perderme tan insólita conversación y, con un valor del que carezco en mi día a día, les pregunté si podía unirme a ellos. Recibí el silencio por respuesta. Para ser más precisos, ni siquiera me miraron. Mi nerviosismo inicial dio paso a la indignación. “Al menos podríais contestar algo, ¿no?”, les grité. Al ser ignorado nuevamente, comprendí lo que ocurría. Yo no existía para ellos. No hablo en sentido metafórico, sino literal. Si quería tomar parte en la conversación, tendría que ser como espectador. Por supuesto decidí seguirles.

Entramos en un café situado en la esquina de dos grandes bulevares. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana y mis acompañantes pidieron dos capuchinos. La gente se giraba para ver al eminente filósofo (dudo que nadie reconociera a Jonathan Flynn). En cuanto a mí, era invisible para todo el mundo.

–¿Y a qué se dedica usted? –preguntó Jonathan.

–Soy escritor –respondió Sartre.

A Jonathan se le iluminaron los ojos.

–¡Será posible lo que oigo! –exclamó entusiasmado mientras abría su maleta–. ¡Yo también soy escritor!

La mirada que le lanzó Sartre fue de gran escepticismo. Jonathan no se percató, ya que estaba demasiado ocupado extendiendo folios sobre la mesa. Todos ellos tenían la misma inscripción en la parte superior: “LA GRAN NOVELA AMERICANA, por Jonathan Flynn”. Aparte del título no había nada más escrito.

–¿Esto es todo lo que tienes? –preguntó Sartre mientras ojeaba los papeles.

–Toda mi novela está aquí –respondió Jonathan golpeándose la sien con el dedo índice–. Llevo una vida entera acumulando experiencias y reflexiones. El libro lleva décadas escribiéndose en mi cabeza. ¡Tengo tantas cosas que decir al mundo! En cuanto me siente frente a una máquina de escribir, la novela saldrá sola. Y le aseguro que será una obra maestra: LA GRAN NOVELA AMERICANA.

Hablaba con gran arrogancia y seguridad en sí mismo. No había duda de que, con discursos de ese tipo, había impresionado a muchas personas a lo largo de su vida. En lo que respecta al filósofo, ni siquiera se inmutó.

–Siento ser aguafiestas –contestó–, pero, en mi opinión, escribir es lo único que convierte a alguien en escritor. Hasta ahora has sido muchas cosas, pero no escritor.

Un camarero interrumpió la conversación para traer los capuchinos.

–Es un placer tenerle en nuestro café, Monsieur Sartre… –Se retiró haciendo una especie de reverencia.

Jonathan retomó la conversación:

–Vale, estoy de acuerdo en que un escritor tiene que escribir, pero mi caso es un poco especial. Mis circunstancias han sido muy adversas. Usted no sabe lo que es vivir en la calle durante años; o que su propio hijo escriba un libro contándole a todo el mundo lo mal padre que es. El destino se ha burlado de mí constantemente. Por ejemplo, hubo una época en que viví en un piso financiado por el Estado. Durante meses me dediqué a darle forma a la novela y… ¡qué irónica puede llegar a ser la vida! Justo el día en que iba a ponerme a escribir, me desahuciaron. Desde entonces he llevado un tipo de vida bastante incompatible con la escritura. Henry Miller dice que un hombre puede dormir en cualquier lado, pero que para escribir necesita un lugar apropiado.

–Henry Miller sí es escritor –respondió Sartre secamente–, y tú podrías haber empezado a escribir, por ejemplo, en el momento en que entraste en ese piso, pero decidiste no hacerlo.

–¿Que decidí no…? –Jonathan estaba visiblemente molesto–. Usted no puede entenderlo. Apuesto a que ha llevado una vida cómoda desde pequeño. No tiene ni idea de lo que yo he sufrido…

–Aunque eso fuera cierto, no estamos hablando de sufrir, sino de escribir. No pongo en duda que habrás llevado una vida dura, sólo digo que no es lo que nos atañe. No puedes ampararte en tus circunstancias vitales. Como sabrás, muchos escritores consiguieron escribir en las circunstancias más adversas. El Marqués de Sade, por ejemplo, escribió una novela en la cárcel, sobre un rollo de papel. Dicen también que escribía en las paredes de la celda con su propia sangre. Lo tenía muy fácil para haber culpado a las circunstancias, pero no lo hizo. Cada hombre se define a cada instante a través de sus elecciones. El Marqués de Sade eligió escribir: por eso es escritor.

–Bueno, es cierto que no tengo aún mucho escrito, pero ¿quién le dice a usted que en un año no escribiré una gran novela?

–Cuando eso ocurra, no tendré ningún problema en reconocértelo. También puede que Henry Miller o yo mismo escribamos el año que viene nuestro mejor libro. Sólo digo que un ser humano que quiera ser juzgado como escritor debe serlo única y exclusivamente por lo que ha escrito, y no por lo que quizás llegue a escribir.

Se hizo el silencio. A Jonathan le temblaban las manos al llevarse el café a los labios. Su voz también temblaba. La desenvoltura y fanfarronería con las que se había expresado al principio habían dado paso a la inseguridad, que manifestaba en forma de ira.

–¡Algún día publicaré mi libro y usted tendrá que tragarse sus palabras! –gritó.

Las dos personas de la mesa de al lado se giraron. Uno de ellos amagó incluso con levantarse. Sartre les hizo un gesto con la mano, indicándoles que la situación estaba bajo control. Jonathan respiró hondo y siguió hablando:

–Bueno, cambiemos de tema –dijo más calmado–. Hay algo importante de lo que no hemos hablado aún. Me refiero al talento. Yo sé que tengo talento, y mucha gente me ha dicho que si fuera un poco más constante… No puede negarme que el talento existe, independientemente de que se escriba o no…

Su tono de voz se había vuelto suplicante. Parecía estar diciendo: “No destroces otro de los pilares que sustentan mi vida”.

–Tampoco estoy de acuerdo con eso –respondió Sartre manteniéndose inflexible–. El único talento que existe es el que queda expresado en la propia obra de arte. Sin obra de arte el talento es meramente potencial.

–¿Quiere decir que…?

No fue capaz de terminar la frase. Se levantó de su silla y se encaminó hacia la puerta. El filósofo, que permanecía sentado, le gritó: “La realidad es lo único que cuenta; los sueños, esperanzas y esperas sirven para definir a un hombre sólo como sueños frustrados, esperanzas abortadas, esperas inútiles”. Citó dicho fragmento de El existencialismo es un humanismo tal y como yo lo tenía memorizado, palabra por palabra. En cuanto a Jonathan, no pensé que en su estado fuera capaz de escuchar nada. La gente de la cafetería empezó a aplaudir. Fue una escena de una crueldad indescriptible.

Jonathan salió del bar y yo fui tras él. Caminaba con la maleta en la mano, despacio, cabizbajo, dando patadas a objetos que encontraba por el suelo. Se detuvo junto a uno de los puentes del Sena y un escalofrío me recorrió la espalda…

Respiré aliviado al verlo bajar por unos peldaños de metal incrustados en la pared. Se sentó junto al río, con las piernas flexionadas y sujetas entre los brazos. Miraba al infinito.

Se mantuvo en esa posición durante lo que me parecieron veinte minutos, aunque el tiempo transcurría de un modo tan extraño que no me atrevo a precisarlo.

De pronto se levantó. A dos metros de nuestra posición había una enorme barra de hierro en la que yo no había reparado. Fue directo hacia ella y la cogió. Se colocó en la parte inferior del puente y, sujetándola con ambas manos, empezó a escribir. La barra se incrustaba en la dura roca como si se tratase de arcilla. Grabó dos frases, una debajo de la otra.

DESGRACIADO EL QUE ELIGIÓ UNA VIDA SIN SUEÑOS

DESGRACIADO EL QUE MURIÓ SIN LUCHAR POR ELLOS

Dejó la barra en el suelo y subió por la escalerilla. Se apoyó en la barandilla del puente, con la vista fija en las congeladas aguas del Sena. Aunque yo sabía lo que iba a ocurrir, no pude hacer nada para evitarlo.

La fina capa de hielo crujió al sentir el impacto del cuerpo. La maleta que contenía “LA GRAN NOVELA AMERICANA” aguantó unos segundos más, flotando sobre un pequeño bloque. Finalmente se hundió también.

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