
El Síndrome del Crítico No Remunerado (en adelante SCNR) campa a sus anchas por medio mundo. En sus inicios golpeaba exclusivamente a jóvenes urbanitas de clase media y media-alta, con interés por el arte y edades comprendidas entre los 18 y 30 años. Durante décadas fue un problema de universitarios y profesionales liberales, que en la mayoría de los casos se curaba con el tiempo.
Hoy en día se está extendiendo a los cinturones industriales y a las zonas rurales. Cada año aumentan los casos entre personas de más edad, y existe un riesgo real de que el SCNR se convierta en algo crónico. El abanico de intereses de los Críticos No Remunerados (en adelante CNR) también se ha ampliado. Ya no solo son críticos con el arte, sino con cualquier disciplina humana: deporte, cocina, política, medicina, derecho…
Ante el riesgo de que hablar sobre el Síndrome se acabe convirtiendo en un tabú, he decidido alzar la voz. Soy consciente de mis limitaciones académicas y psicológicas (yo mismo sufro de SCNR). Con estos dos artículos no pretendo ni mucho menos sentar cátedra, sino aportar mi granito de arena, sentar unas bases sobre las que construir. Confío en que esta torpe aproximación pueda ser corregida, ampliada, matizada y, por supuesto, criticada.
¿Qué es el Síndrome del Crítico No Remunerado?
El SCNR es la necesidad preexistente y acuciante de oponerse a opiniones mayoritarias, utilizando argumentos y sin percibir una retribución económica.
Para entender mejor esta definición, vamos a analizar sus ideas clave:
La necesidad es preexistente
La crítica no surge a raíz de lo que hemos visto, leído o escuchado. La crítica precede a lo criticado, y en función de este tomará una forma u otra. En muchas ocasiones, a pesar de los esfuerzos del CNR, la crítica no llegará a producirse: no se pasará de la potencia al acto. La mejor manera de entender esta aparente contradicción es pensar en un aborto espontáneo: el embrión está ahí, pero no logra desarrollarse.
La necesidad es acuciante
Al CNR no le vale con pensar su crítica. Necesita verbalizarla en un periodo de tiempo relativamente corto (principalmente para que no se le olviden o no se le acumulen). En caso de no poder realizarla (aborto espontáneo) o verbalizarla (problemas con la conexión a Internet), el CNR experimentará uno o varios de los siguientes síntomas: malestar, estrés, apatía, ansiedad, tristeza o rabia.
La crítica es argumentada
El primer gran enemigo del CNR es el cuñado. Odia que le confundan con él, y busca desesperadamente la forma de diferenciarse. El método más efectivo consiste en argumentar sus críticas.
La crítica se opone a opiniones mayoritarias
El segundo gran enemigo del CNR es el borrego. El borrego se diferencia del cuñado en que el primero expresa siempre la opinión mayoritaria, mientras que el segundo tiene a veces chispazos de inspiración (no argumentados). El CNR busca ante todo la originalidad argumentada, por lo que solo coincide con el borrego si con ello logra diferenciarse de su tercer gran enemigo: otros CNR. Las discusiones entre colegas “de profesión”, por mucha amistad que les una, son de una violencia verbal inusitada.
No perciben una retribución económica
Los críticos profesionales, a diferencia de los CNR, sí cobran por su trabajo. ¿Significa esto que están inmunizados contra el SCNR? En absoluto. Si un crítico profesional es incapaz de distinguir el trabajo del ocio, si se comporta como un CNR las 24 horas del día, estaríamos ante un caso claro de SCNR.
Causas históricas del Síndrome del Crítico No Remunerado
1. La democratización del saber
La democratización del saber engloba una serie de hitos como el acceso universal a la educación, la alfabetización masiva, la aparición de esa inmensa enciclopedia llamada Internet y su conversión a enciclopedia de bolsillo a través de los smartphones. No vamos a entrar a valorar los aspectos positivos o negativos de la democratización del saber, sino en qué medida ha contribuido al SCNR.
Antes eran unos pocos los que acumulaban el saber. El analfabetismo es la mejor vacuna contra el SCNR, y la inmensa mayoría de la población estuvo inmunizada durante milenios. La invención de la imprenta acercó la literatura a personas que no tenían capacidad, tiempo ni ganas de ejercer críticas no remuneradas. Puede que comentaran en petit comité lo que les había parecido tal libro, o que lo hicieran en público si se trataba de obras políticas (en esos casos se buscaba difundir la doctrina religiosa o revolucionaria del momento, no verter sobre ella ingeniosas críticas).
Las críticas literarias las hacían los escritores o un puñado de críticos profesionales sí remunerados. Para bien o para mal, todo el mundo conocía su lugar en la pirámide del saber.
La llegada de Internet apuntaló definitivamente la democratización del saber. En el terreno del cine, por ejemplo, los foros especializados y las páginas de recomendaciones como Filmaffinity supusieron el boom definitivo de los CNR. Las valoraciones cuantitativas (algo tan adictivo y estúpido como poner nota a cada película que ves) crearon en millones de personas la necesidad de criticar, y pronto dieron el salto a lo cualitativo. Aun así, sus críticas no eran del todo democráticas, ya que solo llegaban a gente interesada en el séptimo arte (entre ellos muchos CNR). Las redes sociales vinieron a suplir ese déficit democrático.
2. La desconfianza de la autoridad
Uno de los rasgos de la posmodernidad es la desconfianza de la autoridad. Ni siquiera el autor tendría autoridad sobre su propio texto, sino que actuaría como una especie de médium en una huija (La muerte del autor, de Roland Barthes, sentó las bases de este pensamiento esotérico).
Los críticos de la segunda mitad del siglo XX pretendieron desafiar al crítico por excelencia: El Tiempo. Intentaron romper con el Canon Literario construido durante siglos, cuestionar sus bases ideológicas, sustituirlo por otros cánones (en plural y en minúsculas) más inclusivos. Al desconfiar de la autoridad de los críticos y de sus supuestos criterios objetivos y asépticos para evaluar las obras, sembraron las bases de una aparente paradoja: si nadie puede ser crítico, todo el mundo puede serlo.
¿Pero qué opinaban los modernos (en el sentido histórico de la palabra) sobre la autoridad? El anarquista Mijail Bakunin, poco sospechoso de defender ideales autoritarios, lo explica así: “¿Se desprende de esto que rechazo toda autoridad? Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. […] No me contento con consultar una sola autoridad especialista, consulto a varias; comparo sus opiniones y elijo la que me parece más justa. Pero no reconozco autoridad infalible, ni aun en las cuestiones especiales”.
Así, lo que hasta mediados del siglo XX era impensable (Bakunin discutiendo con un zapatero sobre zapatos; un campesino debatiendo sobre teología con un monje; un obrero argumentando acaloradamente con un crítico literario) hoy es el pan de cada día. Bakunin, quizás el primer consumidor responsable de la historia, busca, compara y elige la mejor opción. No reconoce una autoridad infalible, pero sí que haya especialistas en cada tema. ¿Qué pensaría el barbudo ruso de nuestros tertulianos televisivos?
Hoy todo nos parece opinable; y todas las opiniones, igual de válidas y respetables. El problema es que no todas las opiniones son igual de válidas (el crítico literario sabe más de literatura; el juez de derecho, etc.) ni todas son respetables (otra cosa es que se deban censurar; este sería otro debate). Mientras no dejemos esto bien claro, el número de CNR seguirá creciendo exponencialmente.
3. El culto al pensamiento crítico
El pensamiento crítico es “el proceso de dudar de las afirmaciones que en la vida cotidiana suelen aceptarse como verdaderas”. En España se nos inculca desde muy pequeños, o al menos eso dicen las últimas leyes de educación y sus correspondientes modificaciones. En efecto, entre los cientos de conceptos huecos y biensonantes que pueblan esos textos, aparece varias veces la palabra ‘crítico’, precedida de otras como ‘pensamiento’, ‘espíritu’ o ‘sentido’.
Resulta paradójico que nuestros pedagogos insistan en la importancia de que los alumnos sean críticos, al tiempo que demonizan los conocimientos, el aprendizaje memorístico y la asignatura de filosofía. Habría que recordarles que el pensamiento crítico no consiste en llevar la contraria porque sí: hay que argumentar y contraargumentar. Y para ello debemos almacenar conocimientos en el cerebro (no, no vale con tenerlos en Internet).
Si en los colegios no nos inculcan el pensamiento crítico, ¿quién diablos lo hace? El culto al pensamiento crítico viene, como tantas otras cosas, de la publicidad y los libros de autoayuda. Deriva del culto al yo, de concebir a los demás como un estorbo, como miembros de un rebaño del que tú, como el ser único y especial que eres, debes huir a toda costa. Opinar como los otros te convertirá en una oveja más, ¿es eso lo que quieres?
Pero no culpemos únicamente a ese triunvirato al que tanto aprecio: los creativos publicitarios, los coaches motivacionales y los gurús de aspecto hippie. El culto al pensamiento crítico deriva también del culto a la diferencia como un valor positivo per se, y creo que ese cuento nos lo hemos tragado todos.
Me gustaría terminar este artículo con unas palabras del catedrático de matemáticas Ricardo Moreno Castillo, autor del célebre Panfleto Antipedagógico: “El espíritu crítico sin conocimiento es charlatanería. Un fanático es un ignorante lleno de espíritu crítico”. Amén. (CONTINUARÁ)