
Durante su primer viaje como mochilero, Lautaro creyó haber conocido al lugareño perfecto. Kukai pertenecía a una tribu desconocida para los antropólogos. Era la primera vez que hablaba con un turista, y lo hizo en un inglés impecable. No había salido nunca de su aldea, pero conocía de memoria la historia de su país, las intrigas palaciegas, los secretos del dictador.
Por la noche Kukai abrió un whisky de 18 años y su mujer preparó un menú degustación a base de platos tradicionales. Saturado de tanta información local, Lautaro propuso hablar de literatura. Kukai había leído y releído las obras completas de Borges y Cortázar.
Al fondo de la miserable choza había una impoluta habitación de invitados, con somier y colchón, aire acondicionado y baño propio. Mientras arropaba a Lautaro con una sábana que olía a suavizante, Kukai le pidió cinco dólares para reponer la comida.
–Qué decepción –respondió el mochilero muy enfadado–. Qué decepción.