Puntillismo urbano
Pintaba de esa forma porque quería alcanzar un nuevo hito: un estilo de pintura que fuese mío.
GEORGES-PIERRE SEURAT
Los captadores de socios somos las nuevas ambulancias, se dijo Lidia aquel viernes de enero al medio día. Nuestra presencia en la vía pública provoca nerviosismo e irregularidades en la circulación; nuestros bolígrafos y carpetas alertan a la gente para que se haga a un lado con la mayor rapidez posible.
Su compañero argentino no lo veía de ese modo. Gastón llevaba tres años trabajando para distintas ONGs y Agencias de las Naciones Unidas, primero en Fuencarral, luego en Preciados y ahora en Quevedo. No ocultaba su escepticismo, cuando no su repulsa, por este tipo de organizaciones humanitarias. En sus propias palabras: Si me pagaran, igual estaría consiguiendo firmas para echar de una vez a Jorge Sampaoli. Gastón, eres exactamente el perfil que buscamos, le había dicho Pelayo durante la entrevista. Al fin y al cabo, lo importante para ACNUR eran sus cuatro firmas de media diarias. Lidia, por su parte, no había captado ni un solo socio en una semana, por lo que estaba a punto de alcanzar el trágico -4 y volver de nuevo a la oficina del paro.
Se sentó a comer en una de las macetas de hormigón de la glorieta. Las palomas campaban a sus anchas por esa zona. De vez en cuando se veían obligadas a escapar de transeúntes que, a su vez, venían huyendo de otros captadores de socios. Lidia también había soñado con echar el vuelo varias veces a lo largo de la semana. Sólo quien ha sido captador de socios conoce la ansiedad que produce ver a decenas de personas huyendo de ti cada día; las miradas desviadas al suelo, las sonrisas incómodas, las disculpas innecesarias. Y, aunque la semana estaba tocando a su fin, se sentía incapaz de abandonar el trabajo sin más y largarse.
–Tengo grandes noticias para vos, boluda.
La voz ronca del argentino la devolvió a la realidad. Acababa de asomar la cabeza por detrás del urinario público. Lidia se percató en seguida de que iba un poco borracho.
–Recién vengo de comer con Pelayo. Nos enredamos con un gin-tonic, y luego con otro. Estuvimos hablando de business.
Lidia se levantó de la maceta. No le interesaban lo más mínimo las comilonas del argentino con el coordinador de ACNUR. Ambos competían por la medalla de oro del cinismo. ¿La única diferencia? Pelayo tenía un buen sueldo, mientras que Gastón –por más que aparentara lo contrario– no era más que un currante como ella.
–¿No querés escuchar las grandes noticias? –El argentino sacó su bolsa de tabaco de liar y la de filtros. –¿Recordás los cuadros que me enviaste? –prosiguió–. ¿Los retratos de puntillismo urbano? Pues se los mostré a Pelayo durante la comida.
–¿Sin mi permiso? –preguntó Lidia fingiendo indignación. Gastón la miró embobado, con el filtro colgando entre sus labios–. Bueno, ¿y qué ha dicho?
–Le encantaron. Le parecieron rebuenos.
–No tenía a Pelayo por un entendido en pintura –dijo Lidia con desdén.
–A Pelayo le encanta el arte. ¿Y sabés qué le gusta todavía más? El business.
–Ahora en serio, Gastón. Tengo que conseguir una firma o me van a echar.
–Olvidate de la firma, boluda. Si aceptás lo que vamos a ofrecerte, podrás seguir en ACNUR sin tener que abordar a nadie más.
Lidia volvió a sentarse y el argentino se arrancó con uno de sus speeches. Primero habló largo y tendido sobre el business de los captadores de socios: la competitividad surgida en los últimos años, la mediocridad de los nuevos captadores, la homogeneidad del servicio. ¿Conocés algún sector donde las empresas no traten de desmarcarse de la competencia? La única diferencia entre unos captadores y otros es el color de los chalecos. El cliente de hoy día busca una experiencia personalizada, y nosotros no se la estamos dando.
La joven quiso saber dónde encajaban sus retratos en toda esa historia. Pelayo y yo pensamos que podrían ser un elemento diferencial de ACNUR, respondió el argentino. Con el tiempo habrá otros, claro, prosiguió. Nuestra idea es dejar de abordar a gente al azar. Hablar solamente con clientes escogidos, a los que pediremos su firma a cambio de uno de tus retratos. Antes de que la joven tuviera tiempo de replicar, Gastón añadió: Te estamos ofreciendo el sueño de todo artista, boluda. Un sueldo fijo y tiempo para pintar. Lo único que Lidia acertó a preguntar fue:
–¿Cuál es la letra pequeña?
–Una semana para lograr una firma a cambio de un retrato –respondió el argentino–. Sólo que esta vez es imposible que saqués un -4. Tenés de tu parte al mejor captador de socios de Madrid.
Lidia llegó al trabajo el lunes cargada de ilusiones y de trastos. ACNUR le proporcionó solamente un par de chalecos verdes, por lo que tuvo que traerse de su casa, además de todo el material de pintura, una silla plegable. No le importó demasiado. Estaba eufórica con el reto que tenía por delante. Durante el fin de semana había configurado un listado de “sospechosos habituales” (personas que pasaban a diario por la glorieta). Pintar un retrato en unos segundos, especialmente con la técnica puntillista, es imposible. Pero dibujar a lápiz las líneas generales y terminarlo en casa a partir de fotografías sí resultaba viable.
Desplegó todo su material frente a la perfumería de la esquina. Se puso los guantes sin dedos y colocó el primer lienzo sobre el caballete. Acababa de destapar la caja de acuarelas cuando vio a uno de sus “sospechosos habituales”: el chico de la mochila y barba. Hizo una seña a Gastón para que no se le acercaran. Aun así, al ver tantos chalecos de colores, el chico aceleró el paso en dirección a la zona de macetas. Antes de que desapareciera tras el urinario público, Lidia captó el contorno de su cuerpo, su postura al caminar y parte de la nariz. Observó el boceto durante unos segundos. Para ser el primero, no estaba mal. Gastón, por su parte, no se mostró muy convencido. Parece que quiera escapar del cuadro, se limitó a decir.
Lidia sustituyó el lienzo por un nuevo. Le temblaban las manos de la emoción. Cuando empezó experimentar con el puntillismo, lo hizo con el propósito de adaptarlo al mundo urbano. Había pintado un montón de retratos frente a plazas, bocas de metro, fuentes… Pero a todos les faltaba algo. PARECE QUE QUIERA ESCAPAR DEL CUADRO. Con su comentario, sin duda inconsciente, el argentino acababa de introducir un nuevo elemento de ruptura. Por regla general, un pintor trata de encuadrar el objeto o a la persona dentro del cuadro. Ya desde Velázquez, que jugó como nadie con la tridimensionalidad y los puntos de fuga, sabemos que esto no implica necesariamente colocarlo en el centro. Pero ningún pintor había dibujado el objeto o a la persona escapando del cuadro. ¡Aquello era la pieza que le faltaba a su puntillismo urbano! Captar la velocidad de Madrid en su más cruda expresión: el transeúnte, ya de por sí con prisa, acelerando al ver a un captador de socios.
Consiguió cinco retratos a lo largo del día. Moviendo su silla plegable y su caballete, captó cinco ángulos distintos, cinco marcos de los que sus “sospechosos habituales” trataban de escapar. En el metro, de vuelta a casa, siguió reflexionando sobre su nueva técnica. Un retrato bien hecho –y no una de esas burdas caricaturas de la Plaza Mayor– capta nuestra esencia y, de algún modo, nos inmortaliza. Desde los pintores de la corte hasta los fotógrafos actuales; siempre ha habido artistas a la caza de esa esencia, y siempre ha habido personas –reyes y plebeyos– posando orgullosas. La idea de querer escapar de un cuadro era totalmente revolucionaria.
Se encerró en su cuarto y se colocó frente al retrato de la señora con abrigo de visón. Era el blanco perfecto. La “jubilada” que nunca dio un palo al agua huyendo de los jóvenes con el trabajo precario y humillante por excelencia. Se recreó pintando las joyas, el abrigo y el cardado del pelo. De forma accidental al principio –y deliberadamente después–, los puntos se fueron estirando hacia una misma dirección: la esquina superior izquierda del cuadro. Estaba tan concentrada que, cuando se quiso dar cuenta, eran las dos de la mañana. Se metió en la cama sin cenar y tardó por lo menos una hora en dormirse.
La mañana del martes cambió los pinceles por la cámara del móvil. Hizo cientos de fotos de la glorieta de Quevedo, las palomas, los “sospechosos habituales” y los captadores de socios. Gastón, acostumbrado a valorar la cantidad frente a la calidad, se lo dejó caer durante la comida. No bajés el ritmo, boluda. Cuantos más cuadros tengás el viernes, más socios captaremos y más contento estará Pelayo.
Después de cuatro días de trabajo incesante y pocas horas de sueño, llegó por fin el viernes. Lidia apareció en la glorieta con ocho retratos terminados. Estaba tan orgullosa de ellos que le sabía mal regalarlos. Pero tenía que cumplir con su parte del trato. Le entregó los cuadros a Gastón y se sentó en una de las macetas de hormigón. Mientras esperaba, pensó que estaba a punto de convertirse en una “donante múltiple” de ACNUR, la empresa que le había hecho pasar la semana más humillante de su vida. Efectivamente, sus “sospechosos habituales” ingresarían un dinero cada mes a cambio de sus cuadros, y ella no se llevaría ni un solo euro. En un primer instante sintió rabia, pero luego recapacitó: al fin y al cabo, su trabajo como artista quedaría igualmente reconocido.
La mañana empezó mal para ella. Al primer “sospechoso habitual” –el joven trajeado de la bolsa térmica–, Gastón le habló demasiado de ACNUR y demasiado poco de los cuadros. Furiosa, Lidia se lo reprochó. Buscaba herir su orgullo de captador de socios, y lo logró. El argentino se empleó a fondo y consiguió cuatro firmas, aunque ninguna a cambio de sus cuadros. Se le escaparon otros dos “sospechosos habituales” y Lidia volvió a perder la paciencia. Afortunadamente, la señora del abrigo de visón acudió en su auxilio. Gastón utilizó con ella sus “dotes de seducción para maduritas”. Con una mezcla de coquetería y amabilidad, el argentino consiguió la ansiada firma. Todo fue sobre ruedas excepto por un detalle: no se llevó el cuadro. La muy boluda me dijo que no tenía espacio en su casa…
Lidia no pudo soportarlo más y decidió relevar a su compañero. Como resultado, consiguió dos intentos fallidos en una hora. A uno de ellos ni siquiera llegó a alcanzarle; la otra se negó rotundamente a hablar con ella. Como caída del cielo –más bien como subida del infierno– una repartidora de flyers se le acercó. En un primer impulso, Lidia bajó la mirada y se alejó. Pero se arrepintió y dio media vuelta. Con una amabilidad forzada y excesiva (a juzgar por la cara de extrañeza de la chica), recogió una octavilla que llevaba por título: SE BUSCAN ARTISTAS HUMILLADOS. Se la guardó en el bolso y le deseó “suerte” a la repartidora.
El séptimo “sospechoso habitual” fue el chico de la barba y la mochila. Desesperada, Lidia rompió con su “primer mandamiento”: NO COQUETEARÁS A CAMBIO DE UNA FIRMA. El chico le aseguró que le gustaba mucho el cuadro. Lidia alternó detalles de su técnica puntillista con piropos torpes y descarados. Todo iba sobre ruedas hasta que mencionó el tema de la firma. El chico se cerró en banda y Lidia, viendo que estaba a punto de perderlo, mejoró la oferta. Mira, como te ha gustado tanto el cuadro, no hace falta que te hagas socio. ¡Te lo regalo! No puedo aceptarlo, respondió el chico. No sería justo para ti, después de todo el trabajo… En serio, le interrumpió Lidia, subiendo el tono de voz. ¡Quiero regalártelo! ¡Toma! El chico cogió el cuadro por un instante, pero se lo devolvió. Forcejearon durante unos segundos hasta que Lidia consiguió que se lo llevara.
Por primera vez desde que trabajaban juntos, el argentino estaba enfadado. Mirá, Lidia, esto no va de vender o de regalar tus cuadros. Esto va de captar socios, ¿recordás? Son mis cuadros y puedo hacer lo que quiera, respondió la joven a la defensiva. Entonces ¿qué hacés con ese chaleco? ¿Por qué seguís trabajando para ACNUR? En ese momento, una mano la agarró por detrás. Era el chico de la barba. Lo siento, pero no puedo aceptarlo. Le devolvió el cuadro. Tendría que pagarte por él y resulta que no llevo dinero encima.
Lidia no esperó al octavo “sospechoso habitual”. Ciega de rabia, cogió los cuadros y se dirigió hacia la zona de las palomas, que levantaron el vuelo al verla venir. Uno a uno, fue estampando los cuadros contra la esquina de una de las macetas de hormigón. Luego empezó a desgarrarlos y a pisotearlos ante la atónita mirada de varios captadores de socios. Finalmente, reunió los pedazos y se encerró en el urinario público. Una vez dentro, hizo desaparecer concienzudamente hasta el último trozo de lienzo, tirando de la cadena las veces que fueron necesarias. Al salir, vio que la glorieta había recobrado la normalidad: las palomas picoteaban los marcos de sus cuadros junto a las macetas; los captadores de socios ocupaban sus posiciones de asalto; los transeúntes los rehuían como de costumbre. Mientras se alejaba caminando por Fuencarral, tuvo un pensamiento perturbador: los “sospechosos habituales” habían escapado de sus cuadros para siempre.