Oídos sordos
En mis sueños Dios me la chupa.
RAY LORIGA, Héroes
A Henry le empezaban a doler las rodillas. Y la mandíbula. Debes continuar, se dijo. Que no note tu cansancio o estás perdido. Mantén el ritmo constante, como hasta ahora, y no se te ocurra titubear. O tendrás que volver a empezar. Y eso es lo último que quieres, ¿verdad? Ante todo, no levantes la cabeza. Evita el contacto visual. ¿No querrás recordar la cara de placer de tu amigo para toda la eternidad?
Jimmy estaba disfrutando. Se notaba por su respiración entrecortada, sus grititos casi inaudibles, su forma de apretar los glúteos. Cuando se aceleraron las contracciones, Henry calculó que disponía de quince segundos para la retirada. Veinte a lo sumo, pero no era cuestión de apurar. Él también había jugado sucio en ese sentido, pensó con orgullo. Más de una vez y más de dos. Y ahora, mientras daba las últimas cabezadas, se sintió culpable por ello. Pero no era el momento de dejarse llevar por las emociones. Había que mantener la mente fría y… ¡Retirada! Tres sacudidas rápidas con la mano, apuntando en la dirección correcta, bastaron para que Jimmy terminara.
–¿Qué te ha parecido? –le preguntó mientras se limpiaba la tripa con una servilleta.
–No me toques los cojones, Jimmy.
–A mí me ha parecido interesante. Los escritores tenemos que experimentar cosas nuevas. Además, tus escenas de sexo son realmente flojas…
–¿Pensabas avisarme?
Como respuesta, Jimmy sonrió de medio lado.
–Otro de tus defectos, Henry –continuó, tirando la servilleta al suelo, inclinándose hacia delante–, es que no sabes imprimir ritmo a tus escenas. Que parezca que algo inminente va a ocurrir. Una bomba a punto de explotar. Me refiero a una bomba de verdad, no metafórica. Tus personajes tienen demasiado tiempo para hablar de cosas ingeniosas y reflexionar.
–Voy a leerte mi nuevo relato –le interrumpió Henry, echando mano de su mochila.
–Claro, amigo. Ése era el trato… –Jimmy se recostó, pero inmediatamente volvió a erguirse–. Espera, ¿qué hora es? –Sacó su móvil del bolsillo y exclamó–: ¡Mierda! ¡Mi tren sale en cuarenta minutos! Otro día me lo lees, ¿vale?
Henry no respondió. Se puso la camiseta y la cazadora, cogió su mochila a medio abrir y salió a respirar el aire helado de Vallecas.
Faltaban tres horas para su cita con Marcelo. Juan y Ana querían ir al cine esa noche, y Henry había accedido a quedarse con el pequeño. Para hacer tiempo, decidió bajarse en Atocha Renfe y deambular por el centro visitando las librerías que encontrara a su paso. ¿Por qué hay cada vez más librerías en Madrid, si la gente cada vez lee menos?, se preguntó mientras subía por una de las cuestas de Lavapiés. Es como si la gente regalara libros a otra gente que luego no los lee. Los libros se venden, pero no se leen. Tú eres de los que leen, pero no compran, como Jimmy. Si todo el mundo fuera como vosotros, no se publicarían libros. Por mucho que os joda, son esas “clases medias snobs y consumistas” las que dan de comer a los escritores. No los parias de la sociedad como vosotros… Los libreros le observaban de reojo. Le vigilaban como tenderos de un todo a cien. Al menos los chinos conocen su género, les reprochaba Henry entre dientes. Saben localizar cualquier artículo de su tienda con una precisión asombrosa. ¿Los peladores de patatas? En el pasillo tres, donde los utensilios de cocina. ¿Los felpudos? Un poco más adelante, en el pasillo dos. Pero vosotros no tenéis ni puta idea de literatura. ¿Chirbes? No me suena. ¿John Fante? Italiano, ¿verdad? ¿Henry Miller? En la sección de teatro. No merecéis ejercer vuestra profesión. ¿Me juzgáis por mi aspecto desaliñado? ¿Por vivir con mis padres a los treinta? ¿Por ser un paria de la sociedad? Deja de decir tonterías. Te juzgan por tu actitud temblorosa. Porque tú también les observas de reojo. Porque pareces a punto de cometer un crimen. Tranquilos, imbéciles, que no voy a robaros. ¿Queréis saber por qué os miro? Os estoy tanteando. Para un futuro. Para cuando mi novela esté terminada. Para cuando tenga el valor de entrar en vuestras librerías con una mochila llena de ejemplares. Me llamo Henry. Soy escritor. Acabo de terminar mi primera novela. Te la dejo en el mostrador, ¿vale? Échale un ojo y me llamas. Éste es mi número.
¿Cómo lo hicieron sus escritores malditos? ¿Tuvieron que pedir permiso para leer sus relatos? ¿Tuvieron que humillarse ante sus amigos y familiares? ¿Temblaron de miedo frente a libreros, editores y demás parásitos de la industria? Recordó la entrevista en youtube de la noche anterior. Ray Loriga en estado puro. Alguien del público le había preguntado si, al terminar su primera novela, había pensado que llegaría tan lejos. Un clásico de las entrevistas. Todos los escritores salían del paso con falsa modestia. Todos menos Loriga: “Te diré, y esto te lo digo honestamente, que esperaba que iba a llegar más lejos. Te lo digo de verdad. Sí, porque cuando uno se pone a escribir un libro piensa que va a ser Joseph Conrad. Si no, ¿para qué narices lo haces?”. ¡Directo a la mandíbula! Henry se había preguntado si estaría dispuesto a chupársela al escritor maldito del momento. Lo haría por puro placer, sin obligarle a leer sus relatos. Sólo por la satisfacción de chupársela a un escritor de su talla. Alguien que ya no pedía permiso. Alguien que sabía que cada cosa que escribiera, aunque fuera mala, tendría miles de lectores… Acababa de llegar a la estación de Gran Vía. Justo antes de bajar las escaleras, encontró una octavilla en el suelo con el título SE BUSCAN ARTISTAS HUMILLADOS. Como caído del cielo, se dijo mientras se agachaba a recogerla. Madrid ofrecía cada día cientos de detalles surrealistas como ése; sólo había que levantar la mirada del suelo y mantener los sentidos bien alerta. Con el papel ennegrecido en el bolsillo de la cazadora, se dirigió al andén de la línea 1 en dirección a Pinar de Chamartín.
Juan y Ana tenían un piso en propiedad en la zona de las Tablas. El barrio carecía por completo de personalidad. Bloques cúbicos de ladrillo con apenas dos décadas de antigüedad. Una piscina y una pista de pádel por urbanización. Cámaras de seguridad en las esquinas. Un todo a cien cada dos o tres manzanas. Ni una sola librería. Ningún escritor ha vivido ni vivirá nunca en un lugar como éste, se dijo Henry. Tecleó de memoria los códigos de acceso y entró en la urbanización.
Encontró a su amigo en el sofá del salón número Uno, frente a una inmensa pantalla de plasma. Su mujer estaba bañando a Marcelo, según le hizo saber. Henry aprovechó para echar una ojeada a la pequeña estantería. La coincidencia con el escaparate de la Casa del Libro era asombrosa. Diez o doce autores modernos. Ni un solo escritor maldito (ni siquiera Ray Loriga). Sobra decir que Juan y Ana no habían leído ninguno de aquellos libros.
–Tengo que leerte mi nuevo relato –dijo Henry mientras bajaba la cremallera de su mochila.
Alzó la cabeza. La expresión en el rostro de Juan le resultó muy familiar.
–Ahora no, tío. Llevo todo el día currando y no voy a poder concentrarme.
Henry cerró la mochila y se sentó junto a su amigo en el sofá. Odiaba la televisión, pero en ese momento le pareció milagrosa. Lo cierto era que no tenía mucho de qué hablar con Juan y Ana. Les visitaba únicamente porque se había encariñado de Marcelo. Y para sentirte útil, opinaba Jimmy, un experto en la materia. En cualquier caso, al matrimonio le venía bien disponer de un canguro gratis. Y a Henry tener un lugar tranquilo donde escribir. Una relación puramente comercial, basada en el interés por ambas partes. Muy acorde con los tiempos en que vivían.
Ana volvió con Marcelo en brazos. El niño estaba radiante, recién duchado y vestido con un mono azul y verde. De su mano colgaba su peluche favorito de la Patrulla Canina, el perro bombero. Henry se acercó a saludarles y Ana aprovechó para darle las instrucciones habituales. El biberón a las ocho. Acuéstalo a las nueve. Si pasa cualquier cosa, llama a mi madre…
Cuando por fin se largaron, Henry sacó su portátil de la mochila y lo encendió. Aún tenía que dar los últimos retoques a su nuevo relato. Entre tanto, Marcelito gateaba sin rumbo fijo por el salón. Era un niño feliz. Se reía mucho, lloraba poco y se entretenía con cualquier cosa. Disfruta ahora que puedes, le dijo Henry. Antes de que lleguen las humillaciones de la vida. Antes de que todos te ignoren o te miren por encima del hombro. Bueno, no te preocupes, añadió, sintiéndose culpable, forzando una sonrisa. Aún queda mucho para eso.
A la media hora empezaron a rugirle las tripas. Fue a la cocina en busca de algo que comer sin dejar rastro. Juan y Ana le invitaban a coger lo que quisiera, pero Henry prefería que no se enteraran. Él también tenía su orgullo, a pesar de todo. Encontró en la nevera un paquete abierto de jamón y otro de queso. Cogió una loncha de cada uno y dos rebanadas de pan integral. Se sirvió un vaso de Coca-Cola y volvió al salón número Uno.
Marcelo había desaparecido. Recordó la vez que lo había descubierto chupando el cable de la tele… y un escalofrío le recorrió de arriba abajo. Escuchó un ruido no identificado, proveniente del salón número Dos. Aguzó el oído, como si el zumbido fuera a decirle donde estaba el bebé. El miedo le paralizó durante unos segundos. Pensaba en todas las cosas horribles que podían haberle ocurrido a Marcelo. Finalmente se armó de valor y se dirigió al salón Número Dos.
Al ver lo que ocurría, soltó una carcajada que liberó toda la tensión acumulada. La aspiradora Roomba había empezado a moverse. Marcelo la perseguía a gatas, tratando de atraparla, pero el robot era más rápido y potente que el niño. Cuando la máquina decidió volver a su rincón, Henry cogió a Marcelo en brazos y se lo llevó a la habitación. Eran todavía las ocho y media, pero necesitaba concentrarse en la escritura. Tumbó al bebé en la cama y se dispuso a esperar a su lado hasta que cogiera el sueño. Pero de pronto se le ocurrió una idea mucho mejor.
–¿Quieres que te cuente un cuento muy bonito, Marcelo?
El niño no dijo que sí, pero tampoco que no. Era más de lo que Henry había conseguido en todo el día. Emocionado, volvió corriendo al salón número Uno a por el portátil. Se sentó en la silla y empezó a leer.
Marcelo le miraba con los ojos bien abiertos. ¿Se estaría enterando de algo? Era poco probable. Aun así, Henry se envalentonó. Descubrió que no sentía vergüenza al leer frente a un bebé. Se levantó. Hizo un poco de teatro. Puso voces distintas para cada personaje, incluido el narrador. Iba más o menos por la mitad cuando llegó el primer bostezo. Trató de mantener la intensidad, elevó el tono de voz, gesticuló todavía más… pero no hubo manera. Justo cuando estaba a punto de dar por terminada su interpretación, escuchó un zumbido. Miró hacia la puerta y vio al robot aspiradora asomando la cabeza. ¿Estás dispuesto a seguir con esto?, se preguntó mientras la Roomba intentaba trepar por su mochila. Como respuesta, continuó leyendo. Unos segundos más tarde, el robot-aspiradora se dio media vuelta y se dirigió hacia su esquina del salón número Dos. Henry detuvo la lectura en ese momento.