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Antisistemas. Juventud

Enfermedad rara

El papel que desempeñamos como cuidadores es importantísimo, crucial. Somos los que asumimos la responsabilidad, sacando de encima ese gran problema a la familia y al Estado…. ¡Qué bien duermen ambos por las noches gracias a nosotros!

PABLO A. BARREDO, Diario de un cuidador

Mi padre contrajo una enfermedad rara el año pasado. Existen solamente ciento cincuenta casos en el mundo, lo cual significa que teníamos muchas más probabilidades de ganar el Gordo de la lotería de Navidad. Quinientas veces más, para ser exactos.

La enfermedad de mi padre ataca por dos frentes simultáneamente. Por un lado, castiga con dureza el sistema motor (en cuestión de semanas, dejó de caminar y tuvimos que comprar una silla de ruedas). Por otro, se instala en el hemisferio izquierdo del cerebro, en la zona especializada en el lenguaje. Afortunadamente, mi padre mantuvo intactas sus habilidades cognitivas hasta el final. Ojalá pudiera decir lo mismo de su capacidad de juicio y raciocinio.

Las primeras semanas lo apunté a un centro de día. Acababan de abrir uno cerca de casa y no me lo pensé dos veces. Lo dejaba allí por las mañanas y lo recogía por las tardes, al volver del trabajo. El problema era que mi padre odiaba aquel lugar. No le gustaba estar todo el día rodeado de gente. Le frustraba no poder expresar con palabras lo que quería decir. Además, en el centro había muy poco personal y no tenían tiempo para leer su cuaderno de notas. Mi padre acabó por no participar en ninguna actividad. Fue una estrategia para que lo expulsaran, según me confesó más adelante. Al no obtener resultados, optó por boicotear las actividades. Se convirtió en un estorbo para los trabajadores del centro, que me sugirieron contratar a un cuidador profesional a tiempo completo. Mi padre estuvo plenamente de acuerdo.

A mí también me parecía una buena idea, pero tenía que mirar por la economía familiar. Los del Equipo de Valoración de la Invalidez (un grupo de “especialistas” médicos, inspectores de trabajo, “expertos” en recuperación y rehabilitación y “expertos” en seguridad e higiene) nos habían denegado la Incapacidad Permanente Absoluta o pensión vitalicia del 100%. Teníamos que conformarnos con una Incapacidad Permanente Total para la profesión habitual (traducido: una pensión vitalicia del 55%). Según los “especialistas” y “expertos” del EVI, mi padre, mecánico de aviones de profesión, podía seguir desempeñando otras tareas desde casa.

Para colmo de males, algún funcionario de la Seguridad Social creyó ver un error de diagnóstico al no encontrar en sus archivos el nombre de esa enfermedad rara. Un nuevo grupo de “especialistas” se presentó en casa y, ¡milagro!, determinaron que la enfermedad degenerativa había mejorado. Confusos por el resultado, extralimitándose de forma vergonzosa en sus funciones, dijeron que revisarían a mi padre periódicamente. La posibilidad de que le quitaran la pensión empezó a pesar sobre nosotros cada mes.

Una tarde, volviendo a casa en el metro, tuve una revelación. ¿Por qué perder la mayor parte del día en actividades que los dos odiábamos? ¿Recibiendo órdenes, cumpliendo horarios, hablando con gente a la que no soportábamos? Mi padre necesitaba a alguien que lo cuidara, y yo estaba harto de mi trabajo. ¿Qué mejor regalo puede hacerle un hijo a su progenitor? ¿Qué mejor manera de agradecerle todos sus sacrificios?

Al día siguiente presenté mi dimisión y lo desapunté del centro. No le hizo ninguna gracia que dejara mi trabajo, pero la decisión estaba tomada. Conseguí que un amigo me hiciera un contrato de obra y servicio de una semana. Esto me garantizaba cuatro meses de paro (a mi padre le dije que tenía dos años, para no preocuparle). Con mis ingresos y con su Incapacidad Permanente Total, pudimos buscar a una cuidadora no profesional a tiempo parcial. Nancy, nuestra vecina del cuarto, accedió a ayudarnos por las mañanas y por las noches. Confiábamos tanto en ella que le hicimos un juego de llaves, para que entrara y saliera sin tener que llamar.

Mi padre y yo comenzamos así una nueva vida. Nos levantábamos cuando nos daba la gana, desayunábamos sin prisa y bajábamos a la plaza a tomar el sol. Retomé mi vieja pasión por la guitarra, a la que había renunciado por culpa del maldito trabajo. La música es muy recomendable para gente con la enfermedad rara de mi padre, y él podía pasarse horas escuchándome tocar.

Cuando quería comunicarse conmigo, lo hacía a través de su libreta. Cada día le costaba más trabajo (su capacidad para escribir se iba deteriorando poco a poco). Aun así, manteníamos conversaciones sobre lo divino y lo humano. Mi padre era consciente de que llegaría el día en que ya no podría escribir más. Esto le invitaba a abrirse conmigo. Me confesó un montón de cosas que, de no haber sido por su enfermedad, se habría llevado a la tumba. Yo también me abrí con él, y de ese modo recuperamos un montón de años perdidos. Por extraño que parezca, aquellos cuatro meses fueron sumamente felices.

Nuestra armonía se rompió cuando se me terminó el paro. Mi padre y yo habíamos alcanzado tal nivel de sinceridad que fui incapaz de ocultárselo. Se revolvió en su silla de ruedas. A Nancy, que estaba cocinando en ese momento, se le cayó el cucharón al suelo. Les dije que no tenían de qué preocuparse, que me había convertido en un experto gestor del dinero. Mi padre siguió retorciéndose y me pidió la libreta y el bolígrafo. Los sujetó con sus temblorosas manos y escribió: BÚSCATE UN TRABAJO. Le pedí a Nancy que saliera de la cocina y mi padre y yo tuvimos una larga discusión. Le recordé que, si yo encontraba un trabajo, él tendría que volver al centro de día. Se quedó pensativo, mirando al horizonte. Le ofrecí de nuevo la libreta y el bolígrafo, pero me los rechazó con la cabeza.

Durante los tres días siguientes, mi padre se negó a bajar a la plaza. Me hizo saber que quería estar solo, y yo respeté su privacidad. Nancy intentó mediar en nuestra disputa. Me dijo que tenía que entender a mi padre. Se preocupaba por mí, nada más. Si yo encontraba un trabajo, todo sería más sencillo… Tuve que recordarle que había dejado mi trabajo precisamente para cuidar de mi padre y que, gracias a mí, ella tenía un sueldo extra cada mes. Mi respuesta no le gustó nada. Noté cómo se mordía la lengua para no decir lo que realmente pensaba. Me repitió que todo sería más sencillo con dos sueldos y se retiró con humildad.

Pasados los tres días, mi padre y yo volvimos a reunirnos. En esta ocasión le pedí a Nancy que se mantuviera alejada. Su insolencia había sembrado en mí la sombra de la desconfianza. En cuanto a mi padre, me hizo saber lo siguiente: QUIERO VOLVER AL CENTRO. Sus palabras me hirieron profundamente. ¿De verdad estaba dispuesto a renunciar a todos aquellos momentos en la plaza, a la música, a las conversaciones interesantes, a las confesiones? Salí de la cocina hecho una furia. Me encontré a Nancy por el pasillo y le dije que me devolviera las llaves y que saliera inmediatamente de mi casa.

Ese día comprendí lo que significa cuidar de un familiar dependiente. Mi padre necesitaba ayuda para levantarse y para acostarse; para ducharse; para hacer sus necesidades, etc, etc. Nancy se había encargado de todo esas tareas, haciendo un trabajo silencioso que yo no había sabido valorar. Pero ¿acaso sus labores incluían mediar en las disputas familiares? De ninguna manera. Se había excedido en sus funciones, y mi decisión estaba más que justificada.

Con el despido de Nancy, mi padre se convirtió en un auténtico tirano. En lugar de agradecerme todo lo que había hecho y seguía haciendo por él, me despreciaba abiertamente. Aprovechaba cada uno de mis descuidos para remarcar lo bien que hacía las cosas Nancy. Me acusaba de tenerlo desatendido, sucio y muerto de hambre. Mi padre sabía que no podía abandonarle sin más, y se aprovechaba de ello. Me recordaba constantemente que era un inútil por no tener un trabajo. ¡Como si cuidar de él no fuera un trabajo a tiempo completo! La mayor parte del tiempo reinaban el silencio, los gruñidos, las malas caras. Los días felices en la plaza se habían terminado para siempre.

LA CASA ES MÍA Y LA PENSIÓN TAMBIÉN. EL INCAPACITADO SOY YO, NO TÚ. QUIERO QUE TE VAYAS. Esas fueron las últimas palabras que escribió mi padre. Le arranqué la libreta de las manos, temiendo seriamente por su salud mental.

Una semana más tarde, al volver de la compra, me lo encontré tirado en el cuarto de baño. Se había caído de la silla de ruedas. El bote vacío de pastillas y el testamento a sus pies no dejaban lugar a dudas. Mi padre se había suicidado por venganza. Una muerte perfectamente planeada y calculada, digna de un psicópata. Le dejaba todo su dinero Nancy, además de la casa y los dos coches. Escondí el testamento en un lugar donde solo yo pudiera encontrarlo.

Me dirigí al salón, cogí la guitarra y me puse a tocar algunos acordes inconexos. Sentía mucha pena por lo ocurrido, pero también una rabia inmensa. Al rato, me levanté a por un vaso de agua. Intenté dar el primer paso, pero me caí al suelo. Me asusté muchísimo. Las piernas no me respondían. Apoyé las manos en el suelo y empujé con todas mis fuerzas. No conseguí levantarme. Lo intenté varias veces durante la siguiente media hora. Desesperado y sudando a mares, me arrastré rodando hacia el cuarto de baño. Allí me esperaban el móvil y la silla de ruedas de mi padre, mi única herencia. Con el teléfono sobre un azulejo y mi cabeza sobre otro, marqué el número de Nancy.

La noté bastante alarmada. Me preguntó si mi padre estaba bien y le conté todo lo ocurrido excepto lo del testamento. Le supliqué que viniera lo antes posible y que trajera un cuaderno de notas y un bolígrafo, por lo que pudiera ocurrir en un futuro.