Fascistas
Mi hijo me lo advirtió el primer día que me lo traje a trabajar al quiosco. Vino de mala gana, bostezando, legañoso, con esas pintas que llevaba por aquel entonces. Y eso que le obligué a peinarse la cresta con gomina, a quitarse el piercing de la ceja, a ponerse unos vaqueros decentes.
–Trabajas en un barrio de fascistas, mamá.
Se puso a contar en voz alta las banderas de España que colgaban de los balcones.
–Diecisiete banderas, mamá. Diecisiete putas banderas.
–Ayúdame a montar el toldo, ¿quieres? –le respondí, lo más calmada que pude.
–Si tengo que ver esas banderas todos los putos días me voy a volver loco, te lo juro –insistió.
–Las banderas en los balcones las pusieron hace poco, hijo. Cuando empezó lo de los catalanes. Llevo con el quiosco más de veinte años y nunca había visto una bandera.
–Qué puto asco.
Estuvo a punto de escupir al suelo, pero le dije que el trozo de calle que rodea mi quiosco es como el descansillo de mi casa. Luego le expliqué cómo abrir el toldo y cómo colocar las macetas alrededor. Me seguía con las manos en los bolsillos, arrastrando los pantalones, resoplando. Tendría que armarme de paciencia si Carlos decidía heredar mi negocio algún día. Yo no iba a obligarle, desde luego. Sólo quería que mi hijo tuviera, al menos, una salida laboral. La última decisión sería suya y solo suya.
Su primer día de trabajo no hizo más que empeorar. Mis clientes lo trataban con amabilidad. Le hacían preguntas y él respondía con monosílabos, sin levantar la mirada. Mi Carlos es vergonzoso, pero yo conozco sus dos tipos de timidez. Si alguien le cae bien, por lo menos sonríe. A mis clientes ni siquiera los miraba a la cara.
En el metro, de vuelta al barrio, tuve que explicárselo bien clarito:
–Tienes dos opciones, hijo. O vuelves al colegio y te sacas de una vez la ESO o aprendes el oficio de tu madre. Se acabó lo de quedarse en casa bebiendo litronas, fumando porros y durmiendo.
–¿Por qué no montas un quiosco en el barrio? Los pobres también necesitamos flores.
–Porque llevo veinte años trabajando en el centro y no me va mal. Los ricos son mucho más amables y detallistas. Tu padre nunca me regaló un ramo.
Me miró con una mezcla de odio y desprecio. Se puso los cascos y apoyó la cabeza en la barra de sujeción. No me dirigió la palabra en todo el trayecto.
Contra todo pronóstico, mi hijo cumplió su primer año en el quiosco. Aprendió a abrir él solo por las mañanas, colocando cada maceta en su sitio. Se entendía bien con nuestros proveedores y me ayudaba con las cuentas y las facturas. Su trato con los clientes no mejoró lo más mínimo, pero pensé que cambiaría con el tiempo. Y un detalle importante: las ventas no disminuyeron durante esos meses.
Por lo demás, seguía reuniéndose con sus amigos radicales del barrio. Se sentaban en cualquier portal y se ponían a fumar porros y a beber litronas. Luego, envalentonados por el alcohol, se cubrían la cara y se iban a hacer grafitis antifascistas y en contra de la policía y del sistema en general. ¿Me gustaban esas compañías y esos actos vandálicos? Por supuesto que no. Pero gracias al quiosco conseguía sacarle del barrio diez horas cada día. Y Carlos sabía que, si bebía demasiada cerveza, la jornada de trabajo se le haría interminable.
Todo iba sobre ruedas, dentro de lo que cabe, hasta que salió la sentencia del procés. Condenaron por sedición a casi todos los acusados y las calles de Barcelona empezaron a arder. Como la mayoría de los madrileños, yo estaba hasta las narices de todo ese asunto. Era escuchar la palabra procés, independencia, e incluso Cataluña, y ponerme de mala leche. Mi Carlos tampoco se había interesado mucho por el tema (al menos que yo sepa), pero al ver las barricadas en la tele se le iluminaban los ojos.
–¡Están ardiendo las calles, mamá! –me dijo una noche–. ¡Lanzan piedras a los maderos! ¡Ahí debería estar yo, coño!
–¿Y qué ibas a hacer tú en Cataluña, hijo? ¿Crees que los catalanes van a venir a ayudarte cuando tú tengas un problema?
No supo qué responder, así que di el tema estaba zanjado. Pero a la noche siguiente me llamó desde la casa de su amigo Tapón. Me dijo que se habían comprado unos billetes de autobús y que se iban a Barcelona a la mañana siguiente.
–Te llamo solo para pedirte una semana de vacaciones, mamá.
–¿Una semana? ¿Seguro que no quieres un mes?
–Si vas a empezar a gritarme, te cuelgo.
Respiré hondo y respondí:
–Te daré una semana de vacaciones, hijo. Pero tienes que prometerme que me escribirás todos las noches. Todas las noches sin excepción.
–Vale, mamá. ¿Seguro que te arreglarás tú sola?
–Ten mucho cuidado, Carlos. Por favor te lo pido.
Una madre conoce mejor que nadie a su hijo. En ese momento supe (mejor dicho, intuí) que debía dejarle ir. Carlos se había ganado su semana de vacaciones. Llevaba un año cumpliendo en el trabajo como un adulto, y como tal debía tratarle. Era el momento de dejar que mi hijo tomara sus propias decisiones, acertadas o no, y asumiera su responsabilidad.
¿Lo pasé mal aquellos días? Por supuesto que sí. Me echaba a temblar cada vez que miraba mi Facebook. Veía a mi Carlos y a sus amigos del barrio encapuchados en mitad de las barricadas. En unas fotos salían con sus banderas anarquistas y sus camisetas del equipo del barrio; en otras, con carteles de “Libertad presos políticos”, rodeados de manifestantes catalanes envueltos en banderas esteladas. Aunque todo aquello me pareciera una locura y un absurdo, prohibírselo habría sido un error. Además, por extraño que parezca, estaba orgullosa de él. Orgullosa de que luchara por lo que creía y orgullosa de que todas las noches se acordara de su madre y preguntara por el quiosco.
En el centro de Madrid, la crisis catalana se vivía de forma muy diferente. Mi hijo tenía razón: trabajaba en un barrio de fascistas. Mis clientes me contaban que les gustaría estar allí, ayudando a los antidisturbios. Algunos de ellos, militares en activo o retirados, hablaban de una nueva guerra civil. Yo tenía que morderme la lengua, por el bien del negocio, pero cada vez me costaba más ser amable con ellos. Por lo menos mi hijo tuvo el valor de ir a luchar por lo que creía. ¿Qué hicieron ellos mientras tanto? Despotricar y decir barbaridades.
Mi hijo no cumplió su semana en Barcelona. Él y sus amigos volvieron a los cinco días. Me dijo que todo había ido bien y que había sido “la hostia”, pero yo sabía que me ocultaba algo. Esa misma noche me lo confesó.
–Ocurrió una cosa en Barcelona, mamá.
–¿Qué pasó, hijo?
–Nos llamaron fascistas.
–¿Quién os llamó fascistas?
–Unos manifestantes. Tapón estaba haciendo fotos con el móvil y vinieron hacia nosotros y nos rodearon. Nos preguntaron si éramos maderos y les dijimos que no, que habíamos venido desde Madrid a apoyar su causa. Nos dijeron que no necesitaban nuestra ayuda y que nos largáramos. Y uno de ellos nos llamó fascistas.
–Los fascistas son ellos, hijo. No les hagas ni caso.
–No sé qué decirte, mamá. Estoy hecho un puto lío.
–Yo también quería contarte algo, Carlos. Durante estos días he tomado una decisión importante. Voy a cerrar el quiosco.
–¿Después de veinte años? ¡No puedes hacer eso! Si estás cansada de trabajar, yo me haré cargo. ¡Estoy preparado! ¡Seré más amable con los clientes, te lo prometo!
Sus palabras me emocionaron profundamente.
–Creo que me he explicado mal. Lo que quería decir es que voy a trasladar el quiosco.
–¿A dónde, mamá? ¿Has encontrado un local mejor?
–Lo voy a trasladar al barrio. Estoy harta de trabajar en el centro.
–¿Estás segura? El negocio va bastante bien. Los clientes te aprecian mucho y son muy amables contigo…
–El problema es que yo ya no quiero ser amable con ellos. Y tampoco quiero que tú seas amable con ellos, Carlos. Mis clientes son una panda de fascistas y yo voy a traerme el quiosco al barrio, ¿entendido?