Cuando uno se pone a escribir un libro piensa que va a ser Joseph Conrad. Si no, ¿para qué narices lo haces?
RAY LORIGA
Imagina que dedicas dos años de vida a escribir tu primera novela. Imagina que depositas en ella una cantidad ingente de energía, tiempo e ilusión. Imagina que, durante ese tiempo, piensas que vas a ser el nuevo Joseph Conrad, o por lo menos el nuevo Ray Loriga. Imagina que, al terminarla, sigues convencido de haber escrito una obra maestra. Imagina que pasan unos meses y te das cuenta de la novela no era, por decirlo suavemente, “tan buena como esperabas”. ¿Puedes imaginar algo más frustrante para un escritor? ¿Será posible cosechar un fracaso más estrepitoso?
La experiencia de mi primera novela se resume así. La empecé a escribir en enero de 2014, a los veintinueve años, y la terminé en enero de 2016. Fue un período crucial en mi formación como persona y como escritor. Después de casi un año trabajando en Londres, emprendí un viajé de seis meses por Myanmar, Tailandia, Laos, Camboya, Vietnam y Malasia. La novela me acompañó a todos esos lugares, y raramente pasaba un día sin que le añadiera algunas líneas. Al volver a Madrid, viendo que el proceso podría alargarse indefinidamente, me encerré en la casa del pueblo de mis abuelos hasta que conseguí terminarla.
Las cosas no salen siempre como esperamos. La frustración es parte del proceso de creación, y muchas veces el fracaso es lo único que nos espera al final del camino. ¿Debemos por ello tirar la toalla? Por supuesto que no. La clave para mí es llamar a las cosas por su nombre: si intentamos aguarlas con eufemismos, la enseñanza quedará diluida. Por eso este artículo no trata sobre aciertos, sino sobre…
Errores al escribir una novela
1. Era demasiado autobiográfica
La aversión del siglo XIX hacia el realismo es la rabia de Calibán al ver su rostro reflejado en el espejo.
La aversión del siglo XIX hacia el romanticismo es la rabia de Calibán al no ver su rostro reflejado en el espejo.
OSCAR WILDE, El retrato de Dorian Gray
Mis amigos entendieron que mi primera novela, en la que yo me había dejado la piel durante dos años, era en realidad un ¿Dónde están Wally y sus amigos? Los pocos que hicieron el esfuerzo de leerla se dedicaron a buscar caras conocidas entre sus páginas. Las reacciones fueron diversas y tuvieron poco que ver con la calidad literaria de mi novela. A uno de ellos le ofendió que no le hubiera incluido; otro se enfadó porque uno de los capítulos le había removido recuerdos dolorosos del pasado. ¿Pero a quién puedo culpar, sino a mí mismo?
Mi novela tenía tres protagonistas: yo, uno de mis mejores amigos y un tercero que, siguiendo con la metáfora de Wally, llevaba un gorro distinto en cada parte del libro. Dos terceras partes sucedían en Madrid, en lugares donde pasamos la adolescencia y nuestra etapa universitaria. Los líos amorosos –que no trajeron más revuelo porque casi todos habían prescrito– eran fácilmente identificables. La parte que más gustó a mis amigos, quiero decir a nivel estrictamente literario, fue precisamente la que transcurría fuera de la capital, con personajes que yo había conocido a lo largo de mis viajes y situaciones inéditas para ellos.
Lo cierto es que me tomé demasiado en serio el mantra de “escribe sólo sobre lo que sabes”. Quise hacer una radiografía lo más realista posible sobre cómo la crisis había afectado a mi generación. Entre una situación real y una inventada, optaba por lo seguro; a la hora de crear personajes, me decantaba por “lo malo conocido”. Un escritor debe ser valiente a la hora de inventar, y yo francamente no lo fui.
2. Mis personajes se definían a partir de mi álter-ego
Bueno, Hal, esta es mi vocación. Y para un hombre no es pecado trabajar en su vocación.
SHAKESPEARE, Henry IV
El simple hecho de incluir a tu alter-ego altera (nunca mejor dicho) toda la novela. En las biografías o en las novelas abiertamente autobiográficas no surge este problema. En ellas el autor tiende a mantener a los personajes “tal cual son” (o al menos como él los recuerda o quiere recordarlos). Sin duda incurre en delitos puntuales de exageración del vicio o la virtud –dependiendo de la simpatía o antipatía que sienta por el personaje en cuestión o por sí mismo–, pero no llega al nivel distorsionador que quiero tratar en este punto.
¿Cómo se definían mis personajes a partir de mi otro yo? Principalmente por oposición o por afinidad. A mi alter-ego no le interesaba la política, así que había un personaje que suplía esa carencia hablando del tema constantemente; por otro lado, puesto que yo necesitaba debatir sobre literatura con alguien, puse a un personaje que entendiera del tema, y así sucesivamente. De este modo, mis personajes no pensaban ni actuaban con libertad, sino que giraban en órbita alrededor de mi alter-ego. Eran como esos satélites geoestacionarios que se mueven a la misma velocidad que la Tierra para que podamos recibir sus señales las veinticuatro horas del día.
Si a esto le añadimos la figura del narrador omnisciente, la lucha de egos está garantizada. Porque uno no quiere presentarse como un héroe o como un dictador, pero tampoco va a dejar que los demás tengan la última palabra, ni siquiera el narrador. Al igual que el resto de personajes, éste actuaba como juez y parte en el proceso de ensalzamiento-rebajamiento de mi alter-ego.
Con semejantes constricciones y luchas internas, ¿cómo podrían surgir personajes tan memorables como Falstaff, que reivindica como su VOCACIÓN el ser un ladrón, un tramposo, un bebedor y un putero? Lo relevante no es saber si Shakespeare lo creó desde la nada o se inspiró en algún parroquiano de la época, sino la libertad que le otorgó y el hecho de no juzgarle moralmente. De hecho, estoy convencido de que había algo de Shakespeare en Falstaff. Y llevando esta idea hasta sus últimas consecuencias, afirmo que todos los personajes deberían tener algo de su autor y al mismo tiempo no deberle nada. Frente al alter-ego bien definido y autoritario, abogo por uno diluido entre el resto de personajes, sin poder suficiente como para coartar a los demás, irreconocible incluso para los buscadores de Wally más avezados.
3. Intenté incluir absolutamente todo
–¿De qué va su novela?
–De todo un poco.
–¿Va del cáncer, por ejemplo?
–Sí.
–¿También sale mi mujer?
–Claro.
CHARLES BUKOWSKI, Factotum
La mayoría de los escritores afirman haber hecho sus pinitos poco menos que en el jardín de infancia. A algunos sólo les falta añadir que aprendieron a escribir antes que a hablar y a leer antes que a andar. Escuchándolos, uno tiene la impresión de que reivindican una especie de derecho natural como escritores. Es como si dijeran: “Yo supe desde siempre que me dedicaría a esto. Nací predestinado para escribir, ¿puedes tú decir lo mismo?”. La respuesta en mi caso es evidente. Me interesé por la lectura desde niño, pero no se convirtió en una obsesión hasta mi tercer año de universidad. Mi infancia y mi adolescencia fueron bastante felices, así que no sentía la necesidad de recluirme en mi cuarto para buscar otras realidades.
Con la escritura empecé varios años más tarde, concretamente a los veintinueve. Los escritores precoces tienen la ventaja de ser también desechadores precoces de ideas. ¿Qué quiero decir con esto? Que uno no sabe si algo es bueno o malo hasta que no lo pone por escrito y deja que otras personas lo lean (a veces basta con dejarlo reposar un tiempo). En mi caso, mi nula experiencia previa me impidió ver todos los errores que cito en este artículo y algunos otros.
Efectivamente, aunque mi novela era ambiciosa desde un punto de vista temático, contenía algunos errores de novato: bajo la cabeza de león, asomaba una cola de ratón. Mi gran desventaja –aunque pueda parecer paradójico– fue haber acumulado demasiadas experiencias y reflexiones (véase mi relato En un café de París). Quise dar una visión lo más completa y realista de mi mundo, y para ello no escatimé en folios. Toda reflexión (propia o ajena) medianamente profunda, interesante o simplemente divertida entró en la novela en forma de diálogo o monólogo interior; a través del narrador omnisciente o de personajes secundarios o terciarios. De este modo, la novela engordó hasta alcanzar las 130 000 palabras –Mickey Mouse se convirtió en una vaca–, sacrificando en el proceso de cebado algo tan importante como la trama.
4. No tenía trama
Ahora en las películas todo está suspendido, detenido. Pareciera que quisiéramos retratar la aburrición del mundo contemporáneo.
GUILLERMO ARRIAGA
Imaginemos una peculiar empresa ferroviaria. Sus trenes parten cada día de todos los rincones del mundo. Los pasajeros desconocen adónde van (ahí está el encanto de la compañía); lo único que saben es que se dirigen a algún lugar. En algunos trenes se limitan a crear intriga acerca del destino, sin prestar mucha atención al viaje en sí; otros, se preocupan más por los pequeños detalles, discurren por bellos paisajes, te cuentan anécdotas divertidas o te hacen reflexionar sobre cuestiones existenciales. Unos van más rápido y otros más despacio, pero todos llegan a un destino.
Imagínate ahora que te subes a uno de esos trenes. Tomas asiento, arrancáis y al poco rato anuncian por megafonía que el tren no va a ninguna parte. El trayecto va a consistir simplemente en una experiencia sensorial e intelectual. La noticia os pilla por sorpresa a ti y al resto de pasajeros, dada la buena reputación de la compañía. Se os dice que podéis bajaros cuando queráis: las puertas están abiertas y hay miles de trenes similares que sí se dirigen a un destino concreto. ¿Seguirías a bordo?
Como ya habréis imaginado, mi novela era ese tren que no iba a ninguna parte. Cuando uno piensa que su visión del mundo y sus reflexiones bastan para sustentar una novela; cuando, de algún modo, se erige en representante de una generación y de una época, ¿qué puede importarle una maldita trama? ¡La vida real no tiene trama!, me decía a mí mismo con arrogancia. Pero la ficción sí, añado ahora, tras una cura de humildad de cinco años.
Una trama, como supongo que te enseñan en cualquier taller de escritura, es esencial para que el lector quiera seguir leyendo. No basta con entretenerle durante el trayecto: en cuanto sepa que no va a ninguna parte, se bajará del tren y cogerá otro. El lector actual tiene a su disposición todos los libros del mundo y muy poco tiempo para leerlos. La única forma de que no active el freno de emergencia es engancharle con una buena trama. Sólo así conseguirás que se siente, se relaje y disfrute del viaje.